sábado, 1 de junio de 2013

El Purgatorio I

Aprovechando el programa que ayer pudimos ver en la segunda de televisión transcribo los capítulos V y VI del libro Recuerdos de Antaño del protestante español Emilio Martínez. Hay que decir en justicia que se prestó toda la atención a la persecución y destierro de los judíos en España y, descaradamente, se olvido todo el sufrimiento de los cristianos reformistas en España. Ellos solamente albergaban esperanzas de sanear a la Iglesia romana de toda la corrupción moral y doctrinal que arrastraban. A ojos vista queda que no lo consiguieron en lo más mínimo. Sus vidas fueron masacradas y humilladas por aquello en que creían: Cristo.

He aquí, el capítulo V de esta obra. La próxima semana el capítulo VI.


RECUERDOS DE ANTAÑO

Por Emilio Martínez

(LOS MÁRTIRES ESPAÑOLES DE LA REFORMA DEL SIGLO XVI Y LA INQUISICIÓN.)


SEGUNDA PARTE

ELOGIO DE ALGUNOS PÍOS MÁRTIRES SEVILLANOS Y CASTELLANOS

V

Lo mismo en el tormento que en la prisión, corridos van los lobos…

Hemos dicho, y de la verdad dicha atestigua la historia, que uno de los ardides empleados por los inquisidores para descubrir aquello que deseaban saber, consistía en mezclar a los prisioneros, de los cuales recelaban guardasen algún secreto, con otros presos, reales o fingidos, pero siempre de la confianza de los señores. La misión de estos policías consistía en captarse la confianza de sus compañeros de prisión, y por cualesquiera medios, todos eran buenos con tal se lograse el objeto, les arrancasen por astucia los secretos que no habían conseguido hacerles declarar los tormentos más bárbaros e inhumanos.
Pero sucedía, con harta frecuencia, que tales invenciones producían los efectos más opuestos; pues ocurría, o que el perseguido a quien se pretendía engañar descubría el propósito, en cuyo caso se burlaba donosamente del falso amigo y confidente, o éste era vencido por los argumentos del otro preso, en cuyo caso más que espía era favorecedor del perseguido.
Presenciemos a este efecto lo que ocurre en un calabozo, situado en uno de los torreones de la fortaleza de Triana, cárcel del Santo Oficio.
No habían podido hacer declarar lo que los jueces deseaban saber, entre otros, ni a Julián Hernández, ni al piadoso maestro de niños, don Fernando de San Juan, a pesar de que ambos cristianos habían sido puestos a cuestión de tormento más de una vez.
Julián ya no era mirado por los inquisidores como un ente despreciable, antes bien, la entereza, fortaleza de ánimo, valentía y saber, habían atraído sobre el soldado de Cristo la debida consideración de los adversarios, quienes le reconocían como el apóstol más decidido de la Reforma.
Estaban pues, en el dicho calabozo, Hernández y San Juan encerrados en compañía de otros cuatro presos, reos de diversos delitos, no en sentido reformista, pero en los que intervenía la Inquisición, y entre cuyos presos figuraba un clérigo de mala traza, y si es verdad que la cara es expresión del alma, ésta debía estar impregnada de peores intenciones.
Todos los presos se hallaban sentados en el suelo, recostados contra el muro del calabozo, y tres de ellos escuchan con atención la discusión que sostienen los dos cristianos reformados con el clérigo, quien en tono declamatorio decía:
–Desengañaos; el sistema luterano no se arraigará jamás en la católica
España.
–De ese mismo parecer somos – contesta Julián –, pues ningún sistema de hombres es eterno ni invariable. Antes que vos ya lo dijo el sabio Gamaniel ante el Sanedrín judaico en Jerusalén, cuando, refiriéndose a los trabajos apostólicos, exclamó: «Si este consejo o esta obra es de hombre, se desvanecerá; mas si es de Dios, no lo podréis deshacer.» (Hechos 5:38-39)
Digo pues, y mantengo, que siendo el papado, como lo es, obra y artificio de los hombres, el papado se desvanecerá, y en España, como en todo el mundo, triunfará y se arraigará el Evangelio de Cristo, porque la obra de Dios es que «creamos en el que Él ha enviado».
–Esas son sutilezas propias de los que como tú piensan. Os tituláis discípulos de Cristo y amadores de sus doctrinas, pero las gentes de posición y de sabiduría huyen espantados de vosotros…
–Los que de nosotros se espantan – interrumpió San Juan – sois vosotros, que no podéis resistir la luz del Evangelio. Lo que os asusta precisamente es el número tan considerable de personas de saber y de posición social, que aceptan las ideas de reforma religiosa, aquí en Sevilla como en otras ciudades, villas y pueblos de España.
– ¡Vaya por la gente de saber y de posición social que acepta vuestras doctrinas! –exclamó con acento zumbón el clérigo, añadiendo –: Por las órdenes que recibí os conjuro a que nombréis alguna de esa gente de saber y posición que conozcamos en Sevilla, y que haya abrazado vuestra fe, que, si es como decís, yo os juro retractarme de lo dicho, y modificar mi opinión acerca de vosotros y de vuestras desdichadas doctrinas. Ea, seor maestro, dígame algún nombre.
San Juan miró con expresión de lástima al clérigo, a quien contestó con intencionado acento:
– ¡Inocente! ¡Pues es mayor vuestra inocencia que vuestra malicia, con ser ésta muy mucha! ¿Queréis hacernos declarar lo que no ha podido arrancarnos el potro y la polea? Decid, – añadió con firmeza el pío maestro – decid a los que os han encomendado el encargo de sondearnos, que ni por vuestro estado, ni por vuestra traza, ni mucho menos por vuestro talento, servís para desempeñar el cometido que os han confiado.
El cura se mordió los labios al ver descubiertas sus intenciones, mientras los otros tres presos le jaleaban por la desairada situación en que él mismo se había colocado.
Pero como era necesario decir algo, el trapacero cura, perdido el sendero, embocó la caballería por el sembrado, y, a salga lo que saliere, exclamó:
–Figuraos, estimados compañeros, y así salgáis bien y presto de vuestras causas, que estos gentiles caballeros sostienen que no existe purgatorio, en el que las almas padecen temporalmente, purgándose así de toda mancha, en cuyo lugar pueden ser aliviados los padecimientos de las almas, acortado el tiempo de sus padecimientos o totalmente redimidas, en virtud de los sufragios ofrecidos por los fieles desde este mundo.
–No se trataba de eso, seor capellán – exclamó Julián –, pero ya que habéis sacado a colación como cosa que más os interesa no perder, eso del purgatorio, os diré que no es precisamente lo más malo que nosotros no creamos en la existencia de tal lugar; lo horrendo, lo detestable, es el comercio que con pretexto de tal lugar hacéis vosotros, los clérigos, cuya inmensa mayoría no creéis en la existencia de tal sitio.
         Al oír estas razones el clérigo respiró, como si hubiera salido de algún apuro; como se dice vulgarmente, se creció y contestó con soberbia:
–El clero, como fiel servidor de la Iglesia, cree, predica y mantiene, hasta perder la vida, lo que la Iglesia enseña, y la doctrina de la existencia del purgatorio es tan antigua como el mundo.
– ¡Válgame mi suerte, – exclamó don Fernando – que jamás hasta ahora escuché sentencia tan peregrina! Pero decidme, seor licenciado, si licenciado sois: pues que el purgatorio es tan antiguo como el mundo, decidme en qué día o en cuál tiempo de la creación fue creado el purgatorio.
El cura, con aire magistral, respondió resueltamente:
–El purgatorio fue establecido en el mismo día en que los ángeles se rebelaron contra Dios.
– ¡Qué atrocidad! – exclamó San Juan –. ¡En mi vida ha oído disparate y herejía semejantes! Pero, vamos a cuenta – añadió –: vos, seor clérigo, no sabéis, porque cosa es que nadie sabe, si los ángeles se rebelaron antes o después de la creación del mundo. Si los ángeles se rebelaron antes de la creación del Universo, lo que muy bien pudo suceder, y el purgatorio se creó (no estableció, como vos decís, pues una cosa es crear y otra establecer) el día de la rebelión, he aquí que el purgatorio es más antiguo que el mundo. Si los ángeles se rebelaron después de la creación del Universo, he aquí el purgatorio ya no es tan antiguo como el mundo.
–La cuestión de fecha – interrumpió el clérigo – no es de tal importancia; basta con que el lugar exista, para que la doctrina de su existencia sea cierta.
–Bien – dijo San Juan –, descartemos, aunque vos la iniciasteis, la cuestión de fecha; pero lo que no descartaremos, como principal punto, será la cuestión doctrinal que de vuestra afirmación se desprende. Convengamos en que el purgatorio se creó en el día en que los ángeles se rebelaron contra Dios... ¿lo convenimos?
–Sí, señor, convenido – repuso el clérigo.
–Entonces – argumentó San Juan –, lo que vos llamáis purgatorio, no es purgatorio, sino el infierno eterno; porque hablando de los ángeles rebeldes, nos dice el apóstol San Judas en su epístola universal, verso seis: «Y los ángeles que no guardaron su dignidad, mas dejaron su habitación, los ha reservado debajo de oscuridad EN PRISIONES ETERNAS, hasta el juicio del gran día». En cuyo «día de la ira», el Juez dirá a todos los réprobos: «apartaos de Mí, malditos, al fuego ETERNO, preparado para el diablo y para sus ángeles». (Mateo 25:41)
Ved, pues – añadió el sabio reformador –, cómo si ese es el lugar de que habláis, no se trata de un purgatorio del que puedan salir las almas, en un plazo más o menos largo, sino que se trata del lugar eterno de «donde el gusano nunca muere, ni el fuego nunca se apaga».
–No, no me refiero a ese lugar – contestó vivamente el cura –; el infierno es lugar distinto del purgatorio. La Iglesia enseña, y todo fiel hijo suyo cree, que además del Gehenna, o infierno, existe un fuego de purgación, en el que, habiendo sido atormentadas las almas de los píos por un tiempo limitado, han hecho expiación, a fin de que les sea abierta una vía de acceso a las regiones eternas, donde nada sucio puede entrar.[1]
–Entonces – apuntó Hernández – no supo vuesa merced lo que se dijo cuando afirmaba que el purgatorio fue creado en el momento de la rebelión de los ángeles, pues las moradas de estos no son el purgatorio, que no existe, sino el infierno, que existe conforme a las Escrituras.
–De lo que resulta... – interrumpió el eclesiástico.
–De lo que resulta – interrumpió a su vez Julián – que vos, señor clérigo, habéis oído campanas, pero no sabéis si repican en la vuestra, o en ajena parroquia; o lo que es lo mismo, vos habéis oído hablar de la fundación de un lugar para el diablo y para sus ángeles, y os habéis dicho: esto es la fundación del purgatorio.
–Perdonad señores – dijo entonces uno de los otros tres presos –, que interrumpa vuestra plática. Por lo que veo, el señor clérigo sostiene la existencia de un purgatorio, cuya existencia, que todos nosotros creemos, porque así nos lo han enseñado personas que para ello tienen autoridad, vuesas mercedes niegan. Ahora bien, yo creo que, si no existe tal purgatorio, no hay alma que pueda entrar en el cielo, pues difícilmente habrá quien parta de este mundo sin la reminiscencia de alguna culpa que deba purgar en la vida venidera.
– ¡Con vos me salve, hermano, pues habéis dado en el mejor discurso que pudiera oponerse a la obcecación de estos dos herejes! – exclamó el cura.
–Desde luego, ni mi hermano en la fe ni yo – contestó San Juan – hacemos caso del calificativo herejes con que nos habéis distinguido. Y ahora – añadió el maestro, dirigiéndose a los otros presos – contestaré a la observación que éste ha hecho.
Don Fernando de San Juan continuó:
–Prestadme atención, y habed paciencia, que ambas cosas requiere este asunto.
Otra pausa, y el maestro de niños prosiguió:
–«Todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios.» «He aquí en maldad he sido formado y en pecado justo me concibió mi madre.» «Ciertamente no hay hombre en la tierra, que haga bien y nunca peque.» «No hay justo, ni aun uno; no, ni aun uno.» Todas estas sentencias escriturales, y otras que pudiera recitar, nos demuestran que todo hombre es pecador. Ahora, amigos míos, escuchad el concepto que a la justicia de Dios merece el pecado.
Don Fernando detuvo un momento su discurso, y tras una corta reflexión, prosiguió:
–«Dios está airado todos los días contra el impío.» «El alma que pecare, esa morirá.» «La paga del pecado es muerte.» «El pecado entró en el mundo por un hombre (Adán), y por el pecado, la muerte.» «Tribulación y angustia será sobre toda persona que obra lo malo.» «Mas por tu dureza y tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira, y de la manifestación del justo juicio de Dios: el cual pagará a cada uno conforme a sus obras.» Según todo lo recitado – prosiguió San Juan –, y recitado sin orden ni concierto, y fiándolo a la memoria, Dios cumplirá su sentencia contra todos los que han pecado: «Id, malditos de mi Padre, al fuego eterno, y allí será el lloro y el crujir de dientes».
–Dispensadme, señor – dijo el preso que había iniciado la cuestión, aprovechando el descanso que, después de recitadas las anteriores acotaciones bíblicas, hizo San Juan –; dispensadme, os digo, que todo lo que habéis citado me parece muy bueno, aunque ni soy entendido en estas cosas, ni jamás he visto la Sagrada Escritura; mas puesto que el señor clérigo aquí presente no dice nada en contrario, verdaderas deben ser esas sentencias que citáis. Digo, pues, que aquí no nos ocupa la verdad de que todo hombre sea pecador, porque todos nos reconocemos como tales, ni tampoco dudamos de que Dios castiga en su justicia al pecador. Lo que embarga nuestra mente es: ¿Cómo satisfaremos la justicia de Dios para que seamos libres de la condenación eterna? ¿Podremos satisfacer aquí, por nuestras culpas, o existe un lugar en la vida futura en el cual podamos satisfacer?
–Ahora vuelvo a decir – exclamó el cura – que vos, hermano, habéis colocado en su verdadero punto la cuestión. Porque, según este señor dice, y todos sabemos y creemos, un lugar de castigo existe; pero, ¿no existirá uno intermedio donde se purgue el reato de nuestras culpas?
– ¿Reato dijisteis? – interrumpió Julián –. Mejor hubierais debido decir reata. En mi tierra, señor, decimos reata a la recua de caballerías mayores o menores que el arriero guía, atadas una detrás de otra. Así, el reato de vuestro purgatorio trae aparejada una interminable reata de misas, responsos, indulgencias y otros sufragios, que hinchen muy bien vuestra bolsa, mientras quitan el dinero y el humor de los que en tal reato de purgatorio creen.
– ¡Calle el rufián, que con él no se habla! – exclamó el clérigo dirigiéndose a Julián.
–Ni yo soy rufián ni lo fui jamás ni espero serlo mientras viviere, Dios ayudándome; y sea más comedido el señor clérigo, que, como dice la Escritura: «La blanda respuesta quita la ira; mas la palabra áspera, hace subir el furor».
En aquel momento sonó una campana, y los presos exclamaron:
– ¡Rancho!
Efectivamente, poco tiempo después se percibió ruido de pasos a la puerta del calabozo, rechinó la cerradura, crujió el cerrojo y en el dintel apareció un carcelero seguido de otros presos que conducían una caldera, un puchero y platos.
El puchero, conteniendo comida, y los platos fueron entregados al clérigo, mientras que el jefe de aquella tropa le decía:
–Los señores preguntan cómo va eso.
–Decidles que todo va por muy buen camino – contestó el cura recibiendo su pitanza.
Los otros cinco prisioneros alargaron, por orden cada cual, su escudilla de madera, recibiendo en ella un regular cazo de gazofia, y de mano del otro ranchero su ración de dura, negra y desabrida galleta.
Servidos que fueron los prisioneros, cerraron con estrépito de llave y cerrojo la puerta del calabozo, y cada individuo se dedicó a comer lo que su mala ventura le deparaba; no sin que antes de comenzar la comida, y a invitación de don Fernando, Julián elevase una oración en acción de gracias al Omnipotente por el alimento que les proporcionaba, acto al que, ya acostumbrados, se adherían los compañeros de prisión, incluso el cura.
Habiendo comido y bebido sendos tragos de agua tibia (a causa del caluroso ambiente que en el calabozo se respiraba), y como en aquella época no se había difundido aún el uso del cigarrillo, los presos apartaron a un lado las escudillas, y sentándose en el suelo, recostados contra el muro como al principio, royendo tal cual rebojo de galleta, como sabroso postre de tan flaca comida, dispusiéronse, los unos a escuchar, y los otros a reanudar la interrumpida disputa.

El estudio de la Biblia quita el error.

¡QUE DIOS TE BENDIGA!




[1] Versión española, hecha de la inglesa, por el autor, del Catecismo del Concilio de Trento, Artículo cuarto del Credo.

2 comentarios:

  1. Así es hermano siempre sean cometido injustiad ,pero El Señor es soberano y lo permite para una finalidad que nos escapa a nuestro reducido entendimiento.un abrazo hermano

    ResponderEliminar
  2. Luisa, gracias por comentar.

    Bendiciones.

    ResponderEliminar