Vivimos en una sociedad en la que
prometer es un recurso hacia el éxito. Así, los políticos prometen lo que los
electores reclaman con tal de ganar votos y de esta forma hacerse con el
ansiado poder. ¿Quién no ha hecho una promesa en falso a un niño con tal de que
dejara literalmente de berrear porque era una tremenda molestia? ¿Quién se ha
prometido dejar tal o cual cosa el uno de enero, para ser olvidada la promesa
el dos de enero? ¿Cuántos se han prometido fidelidad eterna al contraer
matrimonio y han fracasado estrepitosamente? La Biblia, la Palabra de Dios, se
hace eco de este tema y llega a la siguiente conclusión:
Mejor es que no prometas, y no que prometas y no cumplas. (Eclesiastés 5:5)
Cuando te prometes a ti mismo,
quizá las consecuencias de no respetar la promesa no tengan secuelas más
allá de tu persona. El gran problema de prometer es que arrastra, por lo menos,
a alguien de tu entorno, que se ve afectado por el incumplimiento cometido por
tu parte. Prometer y no cumplir también tiene consecuencias dramáticas cuando
los afectados son muchos. ¿Te imaginas las promesas por parte de una empresa a
pagar a tiempo a sus asalariados y, por el contrario, mes tras mes experimentar
como las promesas se van por la letrina?
¿Recuerdas, querido lector, la
última vez que alguien te falló incumpliendo una promesa? Tengo un recuerdo de
la infancia grabado en la mente y el corazón. Mi padre me prometía
constantemente que me compraría un cochecito de esos que manejado por pedales
puede conducir uno mismo. Noche tras noche soñaba, exactamente, con ese deseado
cochecito. El tiempo pasaba y la promesa se esfumaba (una mala rima, lo sé). El caso
es que ese amado cochecito nunca llegó y yo me quedé desconsolado. Aun ahora,
que te escribo estas palabras, siento un dolorcito en el corazón. Mi padre no
cumplió su promesa pero no le guardo rencor porque entiendo que al igual que
él, yo también he quebrantado promesas a personas queridas.
Dios no es hombre, para que mienta, Ni hijo de hombre para que se arrepienta. El dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará? (Números 23:19)
Tal es Dios: lo que promete, lo
cumple. ¿Por qué? Es bien sencillo: Él no es un hombre como tú y como yo,
voluble o inconstante. Él no es hijo de ningún hombre, por lo tanto, no ha
heredado las normas de comportamiento de su progenitor. Cuando Dios habla actúa
llevando a buen puerto sus promesas. Jesús, que es Dios, nos hizo esta promesa:
Os aseguro esto: El que escucha mi mensaje y cree a Dios, que me envió, tiene vida eterna; y nunca caerá en condenación a causa de sus pecados, porque ha pasado de muerte a vida. (Juan 5:24)
Tus pecados te apartan de Dios y
Jesús te ofrece la solución para que tal alejamiento se corrija. La solución
pasa porque tú creas en Dios por medio del mensaje de Jesucristo y de esta
forma obtienes la vida eterna. De un estado de muerte pasas a un estado de
vida. Esa es la promesa de Jesús. Recuerda: Dios no es hombre, para que mienta, Ni hijo de hombre para
que se arrepienta. El dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará? (Números
23:19)
Cristo remedió tu situación
delante de Dios muriendo en una cruz. Esta escena cruenta muestra hasta qué
punto estuvo dispuesto a llegar en el cumplimiento de Su promesa hacia ti para
salvarte de las garras del infierno. Jesús te sustituyó en la cruz para pagar
el precio de tu condena a causa de tus pecados de desobediencia contra Dios. Tú
y yo debíamos pagar por nuestros pecados (delitos) pero Cristo lo hizo por
nosotros, por amor y cumplir la promesa hecha desde que el hombre pecó.
Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar. (Génesis 3:15)
Estas son las palabras que Dios
pronunció a favor del hombre como veredicto contra Satanás por haber inducido
al ser humano a pecar, es decir, desobedecer Sus leyes. La promesa habla que de
la mujer vendría el Salvador (la simiente) y Satanás lo heriría en el talón (la muerte en
la cruz), de forma insignificante, pues al tercer día resucitó de la muerte,
pero el Salvador aplastaría la cabeza de Satanás (la serpiente) y lo mataría
eternamente. Esta promesa se cumplió en el mismo instante que la tumba que
recibió a Jesús quedó vacía cuando resucitó.
Si quieres apropiarte de las
promesas de Dios has de creer en Cristo y arrepentirte de tus pecados. Desde
ese momento eres hijo de Dios y entras a formar parte de Su familia. Si deseas
estar entre los que pasarán la eternidad en el Cielo disfrutando de la
presencia de Dios cree el mensaje del evangelio que acabas de leer. Indaga,
lee, ora (habla) con Dios y exprésale tus dudas. Él te contestará, te lo
prometo.
Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios. (Juan 1:12)
No dejes pasar esta oportunidad
de salvación, pues de lo contrario seguirás condenado por tus pecados y te
espera consecuentemente el castigo de un Dios, no solo amor, sino también Juez Justo,
castigador del infractor de Su Ley.
El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. (Juan 3:18)
De Jesús te puedes fiar.
¡QUE DIOS TE BENDIGA!
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