Todos nos hallamos sumidos en una expedición muy especial. La
expedición se llama En busca de la
felicidad. En la película protagonizada por Will Smith, de donde tomo en préstamo
el título para esta entrada, podemos observar una forma de búsqueda de esa codiciada
felicidad. En esta historia extraída de la vida real la felicidad consiste en
alcanzar un estatus que permita vivir de forma estable y sin problemas
económicos. En definitiva, en esta película se nos muestra como un don nadie
consigue ascender en el escalafón, por méritos propios, hasta alcanzar el Olimpo.
¿Qué es la felicidad? La felicidad es un estado espiritual
que también afecta a nuestra salud mental y física positivamente. Digo
espiritual porque trasciende de lo meramente material y, por lo tanto,
marchitable. ¡Cuántas depresiones profundas se curarían! ¡Cuántos matrimonios
se salvarían del cruel divorcio! ¡Cuántos empleados amarían a sus trabajos y
jefes! ¡Cuántos jefes amarían a sus empleados! ¡Cuán poco nos importaría lo
intrascendente! ¡Cuántos estarían a gusto con sus cuerpos!
¿Cuál será la forma de obtener una felicidad duradera? Creo
que es una buena pregunta porque muchas veces somos felices a ratos, que no es
felicidad real. Si basamos nuestra felicidad en lo efímero, en lo que se agota,
en lo que puede fallar, estamos siempre en la cuerda floja y entonces
comprobamos que la verdadera felicidad no puede tener atisbos de inestabilidad.
El saber que nuestra felicidad está cimentada sobre paja quita la felicidad y
como consecuencia nos entraremos con su antónimo, la desdicha.
No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre. (1 Juan 2:15-17)
El discípulo amado, Juan, conocía la verdadera felicidad. Nos
lo enseña en este corto texto detallando, en primer lugar, donde no se encuentra la felicidad. Resulta
que, paradójicamente¸ en este mundo no se puede encontrar la felicidad. Poner
nuestro empeño en los espejismos que la sociedad pone ante nuestros ojos es
inútil para obtener una felicidad real. Lo único que denota es que somos
materialistas y no tenemos en cuenta nuestra naturaleza espiritual, en lo más
mínimo. Si amamos este mundo, no conocemos el amor de Dios. Juan lo deja claro.
Todo por lo que nos afanemos en este mundo no tiene nada que
ver con los deseos de Dios para cada vida humana. Nuestros deseos son
diametralmente opuestos a los de Dios si damos rienda suelta a los deseos de lujuria
y poder a todos los niveles. En esto todos hemos pecado. Lo ridículo es que
podemos estar tan empeñados en conseguir lo que denominamos felicidad que se nos olvida que la visita por este mundo
es también pasajera. Paradojas de la vida, como diríamos. A Dios gracias por
esta paradoja ya que es la única que nos hace reflexionar seriamente sobre el
significado de la vida y la posible trascendencia de ella.
La felicidad, además, es un sentimiento profundo de que lo que
hacemos merece la pena, ayuda a otros y a nosotros mismos. Es un atisbo de eternidad
que nuestra alma nos rebela. Esa eternidad es palpable para el apóstol Juan: pero el que hace la
voluntad de Dios permanece para siempre. ¡Esa es la felicidad real! No
es hacer nuestra voluntad porque un día dejaremos este mundo lleno de vanidades.
La verdadera felicidad se halla sometiendo nuestra voluntad a la Voluntad de
Dios porque solo Él sabe lo mejor para cada uno de nosotros. Este mundo nos
trata como números, clientes, pacientes, usuarios, consumidores, feligreses y
un largo etcétera. Dios quiere tratarnos como a hijos y ha puesto todos los
medios a Su alcance para que ello sea completamente posible.
Jesucristo vino a este mundo para enseñarnos qué es la
felicidad. La felicidad que nos enseñó Jesús consiste en no tener deudas en
nuestra contra. ¡Cuántos desearían en estos tiempos de crisis poder saldar sus
deudas con los opulentos bancos! Jesús vino a nosotros para saldar una deuda
infinitamente mayor e impagable para nosotros: los pecados cometidos por cada
uno contra Dios mismo. Voluntariamente obedeció a Su Padre por amor a nosotros
y a Él, voluntariamente lo clavaron en la cruz por nosotros, y voluntariamente
dio Su vida para ofrecernos la oportunidad de reconciliarnos con Dios.
Querido lector, reconsidera el rumbo de tu búsqueda de la
felicidad. Busca a Dios mientras puede ser hallado. Jesús es la fuente de la
felicidad. Para cambiar tu rumbo has de arrepentirte de tus pecados
confesándolos a Dios y creer en Jesucristo como tu único Salvador personal. Desde
ese momento serás un hijo de Dios experimentando que la felicidad no es un
estado de risas, fiesta y jarana sino, como canta el salmista:
Me mostrarás la senda de la vida;
En tu presencia hay plenitud de gozo;
Delicias a tu diestra para siempre.
(Salmos 16:11)
Felicidad y mundanalidad son incompatibles.
¡QUE DIOS TE BENDIGA!