Acudí lo más pronto posible a la llamada de una institución
de ayuda al enfermo terminal. La familia del enfermo había solicitado
asistencia espiritual en esa desconsoladora experiencia de ver partir a un ser
querido. Me presenté ante ellos y después de los saludos de rigor, la esposa y
la hija del moribundo, derramaron sus angustias como un torrente. En momentos
como este salen a flote las inquietudes reales del corazón y la mente. Lo demás
son máscaras.
La esposa se identifico como católica y rápidamente me contó
que había tenido, en el trascurso de la agonía de su esposo, una pesadilla
recurrente. He aquí la pesadilla: ella observaba como el esposo yacía muerto,
se levantaba de la cama y esto la hacía sentir mucho miedo. Realmente pude
sentir ese pánico por el tremolar de sus palabras al salir de la garganta. Ella
pretendía que yo le interpretase el sueño pues necesita saber qué significado
tenía y sobre todo, si los muertos tenían el poder de regresar de la tumba y
causar daño.
No soy, ni de lejos, como José y Daniel que interpretaban
los sueños de los monarcas en su tiempo con gran éxito, porque Dios se los
revelaba. Mis ojos se aferraron a la Biblia donde se halla la revelación
completa de lo que Dios ha querido dar a conocer a los hombres. Se consoló al
escuchar que la Biblia desmiente tal afirmación. Los muertos resucitarán cuando
Dios lo disponga para juzgar sus obras. Solamente Dios tiene tamaño poder. De
todas formas las advertí de la realidad de un mundo espiritual, liderado por el
diablo, que suplanta a los muertos para confundir y aterrar a los vivos. “La
pesadilla es una advertencia divina para que os acerquéis a Él”, les aseguré.
La hija, una muchacha joven, se posicionó como atea. “La religión
puede servir para mi padre y mi padre, pero no para mí”, dijo ella. Su primera
intención fue buscar consuelo para sus padres. Mientras conversábamos los tres
ella fue ablandando su corazón y su mente, hasta tal punto que ante mi
ofrecimiento de orar, ella pidió también oración porque se sentía angustiada. Abrió
el corazón para ser ayudada por Dios. Al acabar de orar me comentaron que se
sentían reconfortadas y en paz. Dios había tocado sus vidas en un acto de
bondad.
Justo después de la oración nos avisaron del fallecimiento
del familiar. “Después de orar mi padre nos dejó”, este fue el comentario, que
con alivio sincero, salió de los labios de la hija. Más tarde pude conversar
con ella haciéndola ver que los asuntos espirituales no son solamente para sus
padres. Ella tenía que tomar una decisión correcta en cuanto a seguir a Cristo.
Veía como Dios estaba tocando la puerta del corazón de esta vida. “Medita en
ello, piénsalo, no lo dejes”, le dije, a lo cual ella asintió con la cabeza.
Muchas veces he escuchado decir “el evangelio no es para mí
sino para aquella persona”. Y en cierta forma tienen razón. Jesús fue el
primero en dar respuesta a esta actitud del corazón humano: Al oír esto Jesús,
les dijo: Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he
venido a llamar a justos, sino a pecadores. (Marcos 2:17). Entonces,
¿para quién es el evangelio? El evangelio es para los pecadores, es decir, los
mentirosos, adúlteros, homosexuales, pederastas, lascivos, drogadictos,
corruptos, maltratadores, asesinos, estafadores, ladrones, criticones,
murmuradores, para ti y para mí. ¡EL EVANGELIO ES PARA TODOS! Para los que han
roto toda la vajilla y también, por supuesto, para los que parece que no han
roto ningún plato.
Quizá tú te catalogues, como tantos otros, en el último “equipo”.
Eres de los buenos. ¿Para que necesito a Dios si soy bueno? Hace unos días
acabé el libro de C. S. Lewis Mero cristianismo y él nos propone la siguiente
prueba, que resumo en una frase, para saber si somos buenos: Intenta con todas
tus fuerzas ser bueno y te darás cuenta hasta qué punto eres malo. Es cierto,
nunca conoceremos nuestra incapacidad de ser buenos hasta que lo intentemos de
verdad. Por eso, querido lector, el evangelio de Jesucristo es para todos.
Todos se desviaron, a una se han corrompido; No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno. (Salmos 14:3)
"¿Puedo tener fe sin tener que ir a una Iglesia?", me preguntó
la hija. Fe sin compromisos, no es fe. Si pones tu fe en Jesucristo Él te
enseñará a obedecerle y lo que antes era un impedimento, se convierte en tu
mayor deleite. Ella entendió esto y le pido a Dios, como lo hice en mi oración ante
ellas, que alumbre sus vidas y las salve, dándoles la vida eterna. Quizá tú
también deseas tener fe en Jesús pero sigues aferrado a muchas excusas. Si
escoges la fe sincera todos los muros que has puesto a lo largo de tu vida entre
tú y Dios serán derribados. Si no escoges la fe en Jesús será demasiado tarde
para tener fe cuando te halles ante Su Presencia.
Fe sin compromiso, no es fe.
¡QUE DIOS TE BENDIGA!
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