Todos hemos sido condenados por alguien y todos hemos
condenado a alguien. De esto no se escapa ni uno. Lo mismo que condenamos las
cosas o personas que no nos gustan, defendemos esas mismas cosas cuando nos
interesa o somos benevolentes con nuestras actitudes cuando las hemos condenado
en otros. Es la pescadilla que se muerde su cola. En el discurrir del tráfico
se ve mucho de esa actitud: cuando me tienen que ceder el paso me impaciento y
cuando tengo que cederlo me irrito. ¡Todo lo que no sea o se haga como quiero
es condenable! En el fondo muchos siguen siendo niños.
Parece que la condena la llevamos en el torrente sanguíneo. Quizá
algunos análisis lo muestren y se vean hasta las células condenándose unas a
otras. ¿Te imaginas el show? Puede resultar irrisorio pero muchas personas de
nuestro alrededor viven condenando y condenándose a perpetuidad. Quizá tú mismo
seas uno de esos. Nos condena la religión, nos condena la sociedad, nos condena
la educación, nos condena la familia, los amigos, nuestro cónyuge y nos
condenamos nosotros mismos.
Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al
mundo, sino para que el mundo sea salvo por él. (Juan 3:17)
Contra todo pronóstico nos han educado mal en cuanto a la
verdad de Dios. Él conoce nuestro lastre de condena, nuestro pesar, nuestro
cansancio y nos dice, para nuestra esperanza y consuelo: Jesús no ha venido a
condenarte, ha venido a salvarte. Aunque hayas perdido el norte de lo bueno y
lo malo, en medio de una sociedad con una conciencia cauterizada por un
complejo de narcisismo que le hace rechazar el amor de Dios como Narciso
rechazaba a la ninfa Eco, pide a Dios que te muestre su amor salvador en
Jesucristo. Realmente Jesús no te condena sino que quiere salvarte. Él ya hizo
todo lo necesario muriendo en una cruz. Tan solo ponte a cuentas con el Padre arrepintiéndote
de tus pecados y confía en Jesucristo como tu Salvador y Señor. La condena que
llevas como carga se irá.
Salvación, no condenación.
¡QUE DIOS TE BENDIGA!
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