sábado, 29 de junio de 2013

Disciplina

En la cola del banco…

Primera escena



Una hermanita y un hermanito de dos y tres años respectivamente jugaban con los folletos publicitarios de la entidad sin que nadie se lo impidiese. Una señora comentaba a la madre de las criaturitas alborotadas:





‒Pues cuando crezcan es peor. Ya me lo decían: “No te pienses que cuando crezcan irá a mejor. La cosa empeorará”.

La madre de los susodichos le contestó:

‒ ¡Ya no tengo ni casa! ¡Siempre tengo que ir detrás recogiendo lo que van desordenando!

‒Es que ya hasta me insultan−. Aseveró la primera mujer.

− ¡Es que son malos!−, dijo la madre resignada.

− ¡Muy malos!−, dijo en repuesta con ademán de despedida la iniciadora de la esclarecedora conversación.

Los traviesos niños, aunque concentrados en sus juegos, eran todo oído a la conversación que sobre ellos tenían su mamá y la otra señora.

Segunda escena

Le toca el turno a la madre de las inocentes, pero traviesas criaturas y comienza sus gestiones bancarias con la empleada del banco. Los niños se percatan que la mesa donde la madre está siendo atendida tiene un montón de cosas que llaman su atención: bolígrafos, máquina calculadora, tarjetitas de presentación y demás enseres de oficina, como el lector imaginará.
Ni cortos ni perezosos los benditos ponen ojos de alegría y se disponen a llevar a cabo sus pensamientos de disponer del botín hallado. Toman en préstamo bolígrafos para dibujar en los folletos publicitarios antes citados; no se olvidan de manosear y tirar del rollo de papel se la máquina de calcular; tirados en el suelo pintorrean a sus anchas los famosos folletos…

De vez en cuando la empleada pone cara de circunstancias esbozando una tímida sonrisa y con voz suave, les dice a los niños:

−Eso no se toca. Podéis haceros daño...

−Esas cosas no son vuestras−, comenta a sus hijos que siguen igual de traviesos.

−−−

Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos. Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos? Y aquéllos, ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía, pero éste para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad. (Hebreos 12:8-10)

Estos versículos extraídos de la Biblia están escritos para creyentes, es decir, cristianos. Los cristianos son personas que hemos creído al mensaje de salvación de Jesucristo pues Él es la respuesta a nuestros males.
Dios nos toma como hijos y comienza un proceso en el cual somos afinados hasta que estemos en Su presencia en el Cielo. Allí seremos perfectos como Jesús. Dios va tallando en nosotros, como lo haría un buen escultor, la imagen espiritual y moral de Su Hijo Jesucristo. Cristiano significa pequeño Cristo.
La disciplina es el medio por el que se nos corrige y dirige. Si esto no sucede (como indica el texto bíblico) somos bastardos.


Nuestros padres nos disciplinaba como a ellos les parecía, o como dice otra versión ¡Eso que ellos nos corregían según sus luces y para poco tiempo! Es decir, todos hemos estado a merced de las luces de entendimiento de nuestros respectivos padres y por corto periodo de tiempo.
Al que le tocó buenos padres salió ganando y al que malos padres le cayeron… vemos evidencias de esto diariamente. He aquí una lista de comportamientos: “…estando atestados de toda injusticia, fornicación, perversidad, avaricia, maldad; llenos de envidia, homicidios, contiendas, engaños y malignidades; murmuradores, detractores, aborrecedores de Dios, injuriosos, soberbios, altivos, inventores de males, desobedientes a los padres, necios, desleales, sin afecto natural, implacables, sin misericordia…” (Romanos 1:29-31)

Esta es una lista de pecados que desde la más tierna infancia cometemos de una u otra forma. Está en nuestros genes y lo llevamos como una enfermedad crónica de por vida. La única escapatoria es dejar de alimentar al monstruo que llevamos dentro.
Nuestros padres, por muy buenos que sean, también sufren de la misma enfermedad, por consiguiente, no pueden ser ejemplos que nos curen y guíen de la misma forma que Dios puede y quiere hacer con cada vida que a Él se acerca.

“…pero éste (Dios nos disciplina) para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad”.

Participar de la pureza de Dios es la meta. No hay meta más sublime para el ser humano que gustar la pureza del conocimiento profundo de quién es Dios y ser afectados con Su carácter amoroso, justo y bondadoso.
Dios quiere tratarte como a un hijo ya que quiere devolverte al estatus que tenías de perfección y pureza antes de pecar desobedeciéndolo. ¿Qué espera Dios de ti? Quiero expresarlo como lo explica la misma Biblia, la Palabra escrita de Dios para ti:

Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios. (Juan 1:12-13)

Recibe a Cristo, o dicho de otra forma, invítalo a tu vida. Reconoce que Él es quien dice ser: el Hijo de Dios. Confiesa tus pecados a Dios y Arrepiéntete de ellos de forma sincera.
Cree Su mensaje: Jesús vino a pagar por tus pecados en una cruz. Él te sustituyó pagando el precio que debías pagar que era la muerte eterna. De esta manera puedes tener libre acceso a la comunión con Dios. Al hacer esto serás una nueva criatura pasando de muerte a vida.


De lo contrario, si rechazas la salvación que Jesús te ofrece, te espera el juicio de un Dios Justo que debe dar castigo al delito. El pecado es un delito penal ante el máximo Juez de la Creación: Dios.
Tómate un tiempo para sopesar profundamente en lo leído. Dios es el Padre que a todos nos conviene. Quizá tengas una mala imagen de tus padres terrenales y te cueste trabajo hacerte a la idea de cómo sería un padre perfecto.
Dios es ese Padre perfecto que cuida a Sus hijos como conviene pues toda la sabiduría está en Él y por la eternidad nos guiará, cuidará, amará y protegerá para lo que nos conviene.

Dios me disciplina porque me ama.

¡QUE DIOS TE BENDIGA!

sábado, 22 de junio de 2013

Verdadera Ciencia

La  verdadera ciencia proclama que Dios no existe. La observación y la experimentación, es decir, el método empírico avala a la verdadera ciencia. El naturalismo nos enseña que la condición previa para la verdadera ciencia es descartar por completo todo atisbo, por muy insignificante que este sea, de la simple idea de la posibilidad remota de la existencia de Dios.



...

Disculpa, querido lector, creo que me he expresado mal en las definiciones anteriores. Permíteme corregir lo que realmente intento decir.

El naturalismo proclama que Dios no existe. No se basa en la observación y la
experimentación, es decir, el método empírico. El naturalismo es una filosofía y consecuentemente es una creencia que se basa en la fe de los presupuestos de sus filósofos.


¿Dios está callado? ¿Es que Dios no quiere defenderse? ¿Tal vez ya ha dejado suficientes indicios que le defiendan? ¿No hay más ciego que el que no quiere ver?




Dios calla porque es absurdo contender con lo que Dios mismo ha creado.

Y dijo el Señor: No contenderá mi espíritu con el hombre para siempre, porque ciertamente él es carne; mas serán sus días ciento veinte años. (Génesis 6:3)

Dios no se defienden porque eso supondría nuestro exterminio.

Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro. (Romanos 6:23)

Dios ha dejado suficientes indicios como para tener fe en Él.

Dice el necio en su corazón: No hay Dios. Se han corrompido, hacen obras abominables; No hay quien haga el bien. (Salmos 14:1)

Yo creo, después de mi experiencia y observación empírica, es decir, la verdadera ciencia, que el cristianismo avala la ciencia pura. La verdadera ciencia no es lo que los hombres opinen o dejen de opinar de Dios. La verdadera ciencia es lo que Dios opina de Su Creación que incluye al ser humano de forma muy especial.


Es que el ser humano, tú y yo, fuimos creados para tener una relación íntima con Dios. Este es el origen del hombre: Dios. En el principio fuimos un pensamiento de Dios, que más tarde llevó a la realidad.


Si miramos a nuestro alrededor podemos pensar que Dios creó un mundo imperfecto. Nada más lejos de la verdad. Nosotros metimos la pata hasta el fondo al decidir libremente que nuestros pensamientos eran más correctos que los Suyos y nuestra ciencia más verdadera que Su ciencia.


...y así nos va...

Por otro lado es normal que vivas alejado de Dios. Desde niños nos comieron el coco haciéndonos creer que todos los organismos tienen un antepasado común... y a nosotros nos tocó bailar con el más feo: el chimpancé.

El naturalismo grita a voz en cuello que la vida se originó de materia inerte. Entre los muchos sinónimos de inerte encontramos: inútil, ineficaz, inactiva...hasta gandul. En definitiva de algo muerto salió la vida. Llamadme torpe pero se necesita más fe para creer este tipo de filosofía que para creer en los dogmas del cristianismo.

¡Despierta! Ve contra la corriente de una sociedad que te dice que eres diferente y te trata como masa. Te adoctrinan, te clasifican, te numeran, te archivan... la libertad es puro libertinaje. La verdadera libertad es decir no a lo malo.

Lo malo es todo aquello que te trata de apartar del conocimiento de Dios (verdadera ciencia). El naturalismo tiene como meta ponerte en contra del solo pensamiento de la existencia de Dios. ¿Porqué? Porque de esa forma no hay que dar cuentas de nada, podemos vivir como nos plazca, no tenemos perrito que nos ladre, somos la única medida del bien y del mal, por lo tanto el pecado es simplemente que me estorbes en mi libertad.

Lo que la mayoría decide es lo bueno. Esto es lo que hay detrás de la democracia. Dios no es demócrata sino Teócrata. Por mucho que el mundo quiera desembarazarse de Su figura, ahí está Él.

Dios ha puesto Su cuño en la naturaleza. Sí, la que los naturalistas dicen con fe haber aparecido de materia gandula. ¿Porqué el hombre se empeña en rebajar el honor de haber sido creados por el mismísimo Dios? ¿A tanto llega nuestra baja autoestima?

Pues bien, Dios nos estimó tanto que desde que pecamos contra Él desobedeciéndolo ha ideado el plan perfecto para reconciliarnos nuevamente con Él.

Esto lo entienden hasta los niños: Jesús pagó nuestros pecados contra el Padre sustituyéndonos al morir en una cruz y de esta forma tenemos libre acceso al Padre para arrepentirnos de nuestros pecados y creer en la obra de salvación que Jesucristo ha hecho por nosotros.


Cree y arrepiéntete de tus pecados. Pecado es creer que el hombre no necesita a Dios, cuando es todo lo contrario. Pecado es creer que soy bueno, cuando solo Dios es bueno. Pecado es vivir bajo mis propios parámetros, cuando es Dios quien dicta las reglas.

Un día te presentarás ante el Tribunal de Dios. ¿Qué le llevarás? ¿Tu verdadera ciencia? ¿Tus buenas acciones? A Dios no le impresiona lo que le lleves, es más, no le podrás llevar nada porque cuando mueras no sacarás absolutamente nada de aquí.

Todo por lo que luchaste, creíste, disfrutaste no traspasará  ni la estatura que mide tu cuerpo. Dios te preguntará: ¿Creíste a las evidencias que te dejé para que te salvarás? Tú le preguntarás: ¿Que evidencias? Él te contestará: Tu conciencia, la naturaleza, la Iglesia, la Biblia y mi Hijo Jesucristo.

La verdadera ciencia, oiga.


¡QUE DIOS TE BENDIGA!

sábado, 15 de junio de 2013

Estrés

El miedo puede mantenernos despiertos toda la noche, pero la fe es una buena almohada.  Philip Gulley[1].
Muchas veces he leído que hay estrés bueno y malo. El estrés bueno es el considerado como una defensa natural que intenta salvaguardar nuestra integridad física. Es un resorte que nos pone alerta saltando cada vez que nuestro sistema sensorial percibe un inminente peligro. Esto nos salva no solo de los pequeños accidentes de la cotidianeidad, sino, y mucho más importante, de los grandes accidentes que podrían sesgarnos la vida de un tajo.
La vista y oído se agudizan, los vellos se erizan, el corazón late
más rápido, la respiración se acelera y los músculos se tensan. Todo con el fin de prepararnos ante lo que nuestra psique percibe como un peligro.
Este estrés momentáneo es bueno, como se apuntó al principio. El estrés considerado perjudicial para la salud es el continuado estado de alerta mental y física, ante un supuesto peligro que no se puede definir causado por la sensación continua de riesgo indeterminado.

El estrés pernicioso lleva a la enfermedad física y mental y trastorna la relación con las demás personas, es decir, nos vuelve poco a poco introvertidos al estar a cada momento huyendo de los miedos interiores como defensa.
Se define el estrés como la enfermedad psicológica del momento. La sociedad en la que estamos inmersos es una sociedad estresada porque las exigencias para triunfar  y alcanzar sus cánones, en cuanto a eficacia y aceptación son proporcionalmente desaforadas. Se vive al ritmo que marcan otros.
La Biblia nos da el antídoto eficaz para erradicar el estrés de la vida – el maligno ­–.  Permitidme antes que os narre una historia ficticia pero que es real, como la vida misma.

El estrés no es una reacción. Mas bien es el precio que pagamos por la vida "civilizada" que vivimos, que por cierto no es civilizada en absoluto. Maurren Killoran[2].

Estaba empeñado en conseguirlo. Por varias generaciones su familia había regalado al mundo abogados de gran fama y prestigio, y él no iba a ser menos; cumpliría con los sueños familiares para que ellos se enorgullecieran del logro por él conseguido.
El caso es que desde la ventana de la facultad se divisaba el pequeño puerto del pueblo. Esta visión hacía que perdiera el hilo de las explicaciones en las diferentes clases. Soñaba despierto con surcar los mares; se evadía en suspiros por navegar; anhelaba viajar sin rumbo fijo.
De pronto, y con una intensa angustia se despertaba del sueño placentero. ¡Cuidado! Si la familia llegase a conocer lo que albergaba su corazón dejarían de quererlo. Volvía la vista y los oídos a la aburrida cantinela del profesor después del terrible pensamiento que lo martirizaba. ¡No podía defraudar las expectativas familiares con sus planes de aventura!
Acabó siendo un prestigioso abogado. Todo parecía aplaudirle en la vida: su esposa, sus hijos, sus padres y hermanos y sus colegas de oficio. Él, sin embargo, se sentía derrotado. El estrés estaba minando todo aquello que parecía éxito. Sus logros personales no le hacían feliz.
Era sábado en la mañana y recordó aquel bote que sus padres le regalaron al cumplir los trece años. Atravesó la ciudad hasta llegar al garaje donde los padres le escondieron el pequeño bote por haber sacado malas notas en matemáticas. Un nueve no era suficiente.
Cargó la embarcación en el coche dirigiéndose a la playa más cercana. Miró al horizonte y se puso a remar… ¡Era tanta la paz que sentía…! Se perdió en algún lugar entre el salitre, la mar y el horizonte.

La mejor arma contra el estrés es nuestra capacidad de elección entre un pensamiento y otro. William James[3].

Vivimos más en el mundo de los pensamientos, que en el de las realidades. Lo real es lo que soy, es decir, sencillamente, yo. Si pienso que no soy suficientemente válido por mí mismo y, por consiguiente, necesito añadir cosas ajenas a mi naturaleza entraré en un círculo que me llevará al estrés. La angustia y la ansiedad harán mella en mi mente, corazón y cuerpo.
Cada uno estamos diseñados por Dios de forma especial. Él nos creó como seres únicos y especiales. ¿Qué es lo que sabes hacer mejor? ¿En qué elegirías gastar tu vida? ¿Dónde pasas horas y horas sin cansarte lo más mínimo? ¿Frente a qué situaciones te felicitan los que hay a tu alrededor?
Estás, y otras cuestiones son importantes para conocer nuestras inclinaciones personales. Buscar la coherencia entre lo que somos y lo que nos dicen que desearían de nosotros es el quid de la cuestión.
Hay un paso más elevado y trascendental: Oír lo que Jesús nos dice en cuanto al estrés, que nos lleva irremediablemente a la ansiedad. Seamos todo oídos ante Sus Palabras:

«Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia,
y todas estas cosas os serán añadidas. Así que, no os afanéis por el día de mañana,
porque el día de mañana traerá su afán. Basta a cada día su propio mal». (Mt. 6:33-34)

Este es el antídoto divino para el estrés. Por el mismo contexto de los versículos precedentes sabemos que por mucho que nos esforcemos no podemos quitar o añadir nada a lo que la naturaleza – Dios – nos ha conferido. Esto es parte de la voluntad de Dios para cada vida, por lo tanto, nuestro objetivo es usar nuestras capacidades regaladas por Dios para Su servicio. He aquí la verdadera búsqueda de Su Reino: servirlo.
En este punto la vida alcanza el objetivo para lo cual fue diseñada por Dios. El ser humano halla el propósito genuino para vivir y su destino eterno para trascender. ¿Cuál es este propósito? ¿Cuál es el destino? Propósito y destino se unen en un solo hecho: “…para alabanza de la gloria de su gracia…” (Ef. 1:6). Dios nos creó para Él. De esta forma podemos ser un reflejo que sirve de alabanza a lo que Dios es (Su Gloria), y la manifestación de Su obra en nosotros (Su Gracia).
Saberse protegido en las manos de Dios es bálsamo que vivifica. Un misionero comentó en cierta ocasión: “El mejor lugar del mundo es estar en la voluntad de Dios”. Aunque estés rodeado de conflictos alcanzarás la paz. Esta es la petición del apóstol Pablo.
«Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús»(Fil. 4:6-7)

Estrés es vivir fuera del plan de Dios.

¡QUE DIOS TE BENDIGA!

sábado, 8 de junio de 2013

El Purgatorio II

RECUERDOS DE ANTAÑO

Por Emilio Martínez

(LOS MÁRTIRES ESPAÑOLES DE LA REFORMA DEL SIGLO XVI Y LA INQUISICIÓN.)


SEGUNDA PARTE

ELOGIO DE ALGUNOS PÍOS MÁRTIRES SEVILLANOS Y CASTELLANOS

VI


Continuación del precedente


Estábamos, señores – dijo San Juan –, en que, según opinión del señor clérigo, existe un lugar de expiación, lugar que vos, hermano – añadió dirigiéndose al preso que antes interviniera en la conversación –, estimáis de absoluta necesidad.
–Pues bien – continuó San Juan –, como quiera que no hay reato, probando por la Escritura que quien se arrepiente y clama a Jesús por salvación ya no es reo de culpa, pues esto significa la palabra reatus, entonces habré demostrado que no existe en la vida futura, ni lugar, para un lugar de expiación temporal. Siento, amigos buenos, no tener aquí un ejemplar de la Sagrada Escritura para, escudriñándola, mostraros las sentencias que en ella tenemos en apoyo de mi afirmación; pero os aseguro procuraré que mi memoria sea fiel, y de lo contrario aquí tenemos a mi querido hermano en la fe de Cristo, el buen Julián Hernández, quien suplirá con su buen entendimiento lo que al mío falte.
–Ni a vos os falta memoria, entendimiento y voluntad, ni seré yo quien pueda supliros en falta alguna, don Fernando – contestó Julián.
San Juan reflexionó un corto instante, y continuando su discurso, dijo:
–El hombre no puede satisfacer por sus culpas, ni en ésta ni en la vida futura. Prestadme atención a las siguientes citas que lo demuestran. El profeta Isaías, en el capítulo cincuenta y tres de su libro, hablando del Mesías, que es Cristo, dice: «Ciertamente llevó ÉL nuestras enfermedades; y sufrió nuestros dolores; y nosotros LE tuvimos por azotado, por herido de Dios. Mas Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados. El castigo de nuestra paz fue sobre ÉL, y por SU llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas; cada cual se apartó por su camino; mas el Señor cargó en ÉL el pecado de todos nosotros».
–El mismo profeta en otra parte de su libro, en el capítulo cuarenta y tres, escribe: «Yo, yo SOY el que borro tus rebeliones por amor de ti, y no me acordaré de tus pecados».
–Escuchemos lo que predijo otro profeta, Miqueas, en el capítulo siete de su profecía: «ÉL tornará; ÉL tendrá misericordia de nosotros; ÉL sujetará nuestras iniquidades y echará en los profundos de la mar TODOS NUESTROS PECADOS». ¿Lo oís, amigos? – añadió San Juan –. Dice que echará en la mar, es decir, que olvidará, como si no hubieran sido cometidos,
TODOS nuestros pecados.

–Veamos ahora – prosiguió el sabio cuanto cristiano maestro – lo que en tiempos posteriores, en los comienzos de la Iglesia Cristiana, cuando todavía no existían Papas ni Concilios que decretasen la existencia del purgatorio, escribió el discípulo amado de Jesucristo, es decir, el apóstol Juan: «Mas siandamos en luz, como ÉL está en luz, tenemos comunión entre nosotros; y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de TODO PECADO. Si dijésemos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y no hay verdad en nosotros; si confesamos nuestros pecados, ÉL es fiel y justo para que nos perdone nuestros pecados y nos limpie de TODA maldad».
Calló don Fernando, y tras una nueva pausa prosiguió:
–No he de cansaros; solamente citaré dos o tres pasajes más. El mismo
Jesucristo dijo, como lo recuerda también el apóstol San Juan, en el capítulo cinco de su Evangelio: «De cierto, de cierto os digo: El que oye MI palabra, y CREE al que me ha enviado, tiene vida eterna; no vendrá a condenación, mas PASÓ DE MUERTE A VIDA.»
– ¿Queréis doctrina más clara y terminante? – Preguntó don Fernando, haciendo párrafo, y continuó –: Ved cómo entendió tal doctrina de salvación gratuita, concedida por Dios, mediante la obra de redención hecha por Cristo, el grande apóstol San Pablo, cuando, dirigiéndose a la Iglesia en Roma, dice: «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús», y el apóstol San Pedro…
–Permitidme, señor maestro – interrumpió el clérigo –: su merced habla siempre acerca del pecado mortal, y yo me refiero al pecado venial.
– ¿Y de dónde saca el señor capellán esa distinción de pecado mortal y venial?
–Ahora os cogí en vuestra ignorancia. Vos, que tanto blasonáis de conocer la Escritura, ignoráis, o fingís ignorar, que está escrito: Qui scit fratrem suum peccare peccatum non ad mortem, petat, et dabitur ei vita peccanti non ad mortem. Est peccatum ad mortem, non pro illo dico, ut roget quis. Omnis iniquitas peccatum est: et est peccatum ad mortem. ¿Qué decís a esto?
–Digo, ante todo, que aunque yo, lo mismo que mi hermano en Cristo, Julián, conocemos el habla latina, por lo menos tan bien como vos, habiendo otras tres personas más que nos oyen, que son estos compañeros de prisión, quienes desconocen tal lengua, debemos hablar en simple y vulgar romance.
–Yo, por mi parte – dijo uno de los presos –, desconozco el latín, por lo cual ni una palabra entendí de las dichas por el señor clérigo.
–Lo mismo me pasó a mí.
–Pues no importa – dijo el cura –, que yo interpretaré estas palabras, que en romance castellano dicen como sigue: «El que sabe que su hermano comete un pecado que no es de muerte, pida, y será dada vida a aquel que peca no de muerte. Hay pecado de muerte. No digo yo que ruegue alguno por él. Toda iniquidad es pecado y hay pecado que es de muerte».[1] Ya está resuelta la cuestión de que estos señores conozcan el sentido de la cita escritural, por la cual pruebo la doctrina de que existe pecado mortal y pecado venial. ¿Qué tenéis vos que alegar?
–Pues alego – dijo don Fernando – que nuestros reformadores traducen mejor que vuestros autores ambas versiones: la latina, y de ésta la castellana.
Teodoro Beza traduce del griego al latín el versículo diecisiete del capítulo quinto de la epístola de San Juan, que vos citáis, en la forma y con las palabras siguientes: Omnis injusticia peccatum est: sed est peccatum, quod non est ad mortem; que vierten así nuestros Casiodoro y Valera: «Toda maldad es pecado, mas hay pecado que no es de muerte.»
–De donde se colige y ve claramente que esos vuestros reformadores han puesto su versión de un efecto más incisivo, para demostrar la existencia de los pecados venial y mortal.
–Señores – prosiguió el cura, haciendo grandes aspavientos –, vean si estas gentes andarán bien, cuando ni en sus doctrinas concuerdan los unos con los otros.
–Tenga más calma y compostura el señor clérigo – dijo San Juan –, que voces, manoteo y contorsiones no son razones que convencen.
– ¡Pero si nada podéis alegar en favor de vuestras malhadadas doctrinas!
–Eso es lo que vamos a ver – replicó San Juan, y continuó:
–Vengamos a estudiar estas dos sentencias: «Hay pecado de muerte, por el cual no digo que ruegue». «…hay pecado que no es de muerte». ¿Cuál es el pecado mortal o de muerte? Respondo con las palabras de Cristo, como se registran en el Evangelio, según San Mateo, capítulo doce, versículos treinta y uno y treinta y dos; así como en Marcos, capítulo tercero, versículo veintinueve. Dice en Mateo: «Por tanto os digo: Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres, mas la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada a los hombres». San Marcos expresa así el discurso: «De cierto os digo que todos los pecados serán perdonados a los hijos de los hombres, y las blasfemias, cualesquiera con que blasfemaren. Mas cualquiera que blasfemare contra el Espíritu Santo, no tiene jamás perdón, mas está expuesto a eterno juicio». El pecado, según parece, imperdonable, es la blasfemia contra el Santo Espíritu; blasfemia que se comete, según yo entiendo, cayendo en la idolatría, negando la divinidad de Cristo o su humanidad; negando la existencia de Dios o alguno o todos sus atributos; rechazando el Evangelio; corrompiendo a la Iglesia con prácticas vanas o supersticiosas; ejerciendo en la Iglesia la simonía, que es la venta de los sacramentos, o de los puestos eclesiásticos, cosas ambas que han hecho y hacen los Papas y Prelados romanistas; rehusando el arrepentimiento, y
otros actos como estos, que tienden a menoscabar o a despreciar la divina autoridad de Dios, o la obra redentora de Cristo su Unigénito o Único Hijo.
–Pero… – interrumpió el cura.
–Permitidme continuar, que ya hablaréis vos – dijo don Fernando, y prosiguiendo en su discurso, continuó: –Todavía el Apóstol no manda autoritativamente que no se ruegue por un hombre que haya caído en cualquiera o en todos estos pecados, sino que dice: «yo no digo que ruegue alguno por él…»; no prohíbe; expone la posibilidad de que la oración hecha en favor de un tal hereje sea ineficaz, por la pertinacia en el pecado del mismo hereje. Esta es la interpretación más lógica que se puede y debe dar a ese pasaje, como lo probaré citando, para terminar, otros de la Escritura, los cuales demuestran que los sufragios en favor de los difuntos son, no sólo innecesarios, sino completamente inútiles.
–Pero, señor – volvió a interrumpir el cura –, por fuerza he de atajar vuestro discurso, para que no salgamos del asunto. Vuesa merced lo que probarme debe, ante todo, es que no exista pecado venial.
– ¿Qué entendéis vos por pecado venial?
–No diré yo – respondió el clérigo – lo que yo entienda o deje de entender; os responderé con la Iglesia romana: Pecado venial: «Una ofensa muy pequeña contra Dios o contra el prójimo, que se perdona fácilmente». Y vuelve a preguntar la Iglesia: «¿Cómo puede esto demostrarse?» Y responde la misma Iglesia: «Porque un pecado venial, pongo por caso: una palabra vana, una mentira oficiosa o dicha en broma, que a nadie perjudica; el robo de un alfiler o de una manzana, no son hechos de tanta monta que rompan la caridad entre hombre y hombre, cuanto menos entre Dios y el hombre». Esto es lo que dice la Iglesia, y esto es lo que yo creo y lo que debe creer todo católico romano. Y la doctrina – prosiguió el cura con calor – es lógica.
Porque yo hablo una palabra jocosa por pura broma, o deseando evitar un mal digo una mentira inocente, o le quito una naranja a mi vecino, porque tengo sed, ¿será esto tan grave como negar alguno de los santos misterios de nuestra religión?[2] Pues ved ahí el pecado venial.
–Responderé – dijo San Juan – a esos sofismas del modo siguiente: «Vos, o vuestra Iglesia, o los dos juntos, decís: «Pecado venial es una palabra vana». Jesucristo dice: «Mas yo os digo que toda palabra ociosa que hablaren los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio», Evangelio, según San Mateo, capítulo doce, versículo treinta y seis.
– ¡Maravilloso! – exclamó uno de los presos.
–Vos y vuestra Iglesia, señor cura, decís: Una mentira oficiosa… que a nadie perjudica… En primer lugar, Jesucristo nos enseña que el diablo «cuando habla mentira, de suyo habla, porque es mentiroso y padre de mentira» (Jn 8:44). De donde deduzco que todo mentiroso es hijo directo del diablo, porque así lo dijo Jesús: «Vosotros de vuestro padre el diablo sois».
Finalmente, Dios nos enseña cuál será la suerte final de todos los mentirosos, sin distinción de grandes ni de chicos, y mirad si están mezclados con honrosa compañía: «El que venciera poseerá todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo. Mas a todos los temerosos e incrédulos; a los abominables y homicidas, a los fornicarios, y hechiceros, y a los idólatras, y a TODOS LOS MENTIROSOS, su parte será en el lago ardiendo con fuego y azufre, que es la muerte segunda». Apocalipsis, veintiuno, ocho.
–Ahora – dijo don Fernando –, para proporcionarme un corto descanso, mi amigo Hernández nos dirá por la Escritura algo que el creyente debe hacer con su boca.
–Con mucho gusto, y solamente por proporcionaros ese descanso del que necesitáis, obedezco, don Fernando, aunque de antemano sé que mejor lo haríais vos que yo. Escuchad todos lo que la Escritura dice: «Los labios mentirosos son abominación al Señor; mas los obradores de verdad, son su contentamiento.» «El que refrena sus labios, es prudente.» «Por lo cual, dejada la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo.» Jesucristo nos enseña y manda: «...Mas sea vuestro hablar, sí, sí; no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede.» Y el apóstol Santiago, como enseñado por el divino Maestro, escribe: «Mas vosotros, hermanos míos, no juréis ni por el cielo, ni por la tierra, ni por cualquier otro juramento; sino vuestro sí, sea sí, y vuestro no, sea no; porque no caigáis en condenación». De todo lo cual se deduce que delante de Dios no hay más que una clase de mentira, sino la mentira misma proclamada por Jesucristo como hija del diablo... No tengo más que decir sobre este punto.
–Y me parece – dijo uno de los presos – que lo que has dicho está muy bien dicho, y que jamás creí que a un hombre de tu pelaje se le ocurriesen razones tan atinadas ni tan concertadamente explicadas.
–Eso y más – interrumpió don Fernando – sabe y puede proclamar mi amigo Julián; que si hasta aquí estuvo callado no fue porque él no pueda disputar, sino por el respeto que me tiene, y para que usarcedes vean ser verdad esta que digo, suplico a mi hermano en Cristo continúe la disputa en el sitio y asunto en que pendiente está.
–Don Fernando – contestó Julián –, si por proporcionaros descanso acepté tomar parte en la disputa, ahora que me cedéis vuestro lugar, para que estas buenas gentes juzguen de mi capacidad, con todo respeto os digo que no acepto el envite.
–Julián, estoy verdaderamente cansado, y tengo gusto en que me ayudéis, pero si en ello no sois placido...
–No se hable más y continuemos.
Después de unos momentos de silencio, Julián dijo:
–Dice la Iglesia papista, por boca de su clérigo aquí presente: «El robo de un alfiler o de una manzana no son hechos de tanta monta que rompan la caridad entre hombre y hombre, cuanto menos entre Dios y el hombre». ¿Es esto?
–Así es – respondió el clérigo.
–Supongamos, pues, que vos cobdiciáis una manzana, es decir, deseáis su posesión, pero no llegáis a robarla. Yo siento la misma cobdicia, los mismos deseos sobre aquella manzana, y la robo. ¿Quién de nosotros dos cometió mayor pecado?
–Tú, indudablemente – contestaron los otros presos.
–Justo – añadió el cura –, mi pecado fue venial, porque cobdicié, mas no consumé el robo. Éste pecó mortalmente, porque al deseo añadió el hecho consumado de robar.
–Pues yo – dijo Julián – voy a demostraros que el deseo es delito de tanta monta como el hecho consumado: Escuchad con todo respeto, que dice Dios por su ley, cuyo décimo mandamiento dispone: «NO COBDICIARÁS la casa de tu prójimo, no COBDICIARÁS la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni COSA alguna de tu prójimo». ¿Habéis oído bien? «No cobdiciarás COSA alguna de tu prójimo», aunque esta COSA sea tan simple como un alfiler o una manzana, que, en verdad, son ambas cosas bien simples.
Los interlocutores callaron por unos momentos, inclinándose los presos a las razones de Julián.
Por fin, el cura exclamó:
–Bien; pero ese es el mandamiento, y en él no se establece más que una orden, pero no se gradúa el delito, que claramente se echa de ver que más grave cosa es desear la mujer del prójimo que no desear su buey o su asno.
–Pues me habéis dado hecho el corolario del problema. Escuchad lo que precisamente, a ese propósito, nos enseña el Divino Maestro: «Oísteis que fue dicho: No adulterarás... Mas yo os digo que cualquiera que mira a la mujer para cobdiciarla, YA ADULTERÓ CON ELLA EN SU CORAZÓN» (Mt 5:27-28). Pues extendiendo a todos los preceptos esa infalible interpretación de la ley, tendremos que, cualquiera que cobdicie un alfiler o una manzana de su prójimo, ya cometió hurto en su corazón, por el solo hecho de alimentar en sí tal deseo.
–Además – prosiguió Julián –, los Mandamientos de la Ley son dignos de igual observancia; porque, como dijo también el apóstol Santiago: «Cualquiera que hubiere guardado toda ley, y ofendiere EN UN PUNTO, ES HECHO CULPADO DE TODOS» (Stg. 2:10). No existe, pues, pecado venial; y pues que éste no existe, no hay lugar para la existencia de vuestro desdichado purgatorio.
–Pero, ¿qué haremos con nuestros pecados? – preguntó uno de los presos con ansiedad.
–Ya se os ha dicho: «La sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado». Basta con que sintáis dolor de haber ofendido a Dios, que le confeséis vuestros pecados y que le pidáis perdón por Cristo el Redentor, «por cuya llaga fuimos nosotros curados», para que si «vuestros pecados fuesen rojos como la grana», queden más limpios que vellón de blanca lana.
Entonces tomó la palabra don Fernando, diciendo: – ¿Conocéis vosotros la historia del que llaman buen ladrón?
–Sí – contestaron los presos.
–Pues bien; aquel hombre, que no era bueno, sino malo, porque no hay ladrón bueno, estaba en la cruz esperando la muerte. Un rayo de la divina gracia le tocó. Se confesó pecador y reconoció a Cristo como Justo, proclamándole tal a su compañero de suplicio: «Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos, mas ÉSTE NINGÚN MAL HIZO». Inmediatamente, y dirigiéndose a Jesús, le dice: «Acuérdate de mí CUANDO vinieres a tu reino». ¿Sabéis vosotros lo que al ladrón arrepentido contestó Cristo?
–Sí, lo sabemos, o, por lo menos, yo lo sé. El Señor dijo al ladrón: «Hoy serás conmigo en el paraíso». (Lc. 23:39-43)
–Pienso que estás equivocado – dijo don Fernando –; Jesús no diría al ladrón «HOY». Pues ¿no tenía pecados que purgar un ladrón? ¿Acaso le quedó tiempo para hacer penitencia? ¿Qué obras satisfactorias pudo alegar? ¿Qué misas por su alma dijeron?
–Cierto – contestó el preso con confusión –, nada podía alegar en su favor aquel desgraciado ladrón.
–Sí que podía – exclamó San Juan –. «La sangre de Jesucristo», que le limpiaba «de TODO pecado». Por eso Jesús le dijo «Hoy», no mañana, ni dentro de cien años… «De cierto, de cierto te digo que HOY estarás conmigo en el Paraíso». Es decir, que el Señor le promete con juramento, pues eso significa el «de cierto, de cierto te digo». Ahora bien, como «Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y por los siglos» (He 13:8), he aquí que hoy puede hacer, y hace, con cada pecador arrepentido, lo que hizo con el ladrón que se arrepintió en la cruz: salvarle inmediatamente, en virtud de la obra expiatoria que el Hijo de Dios consumaba en la cruz.
–Pues, señor, digo y declaro que doy por bien empleada mi prisión, porque nunca antes de ahora escuché doctrina tan buena, y que me parece se me ha quitado un peso del alma…
– ¡Calla, desdichado! – exclamó el cura –. ¿Quieres contaminarte con esas doctrinas? No, no será. Estos hombres son pestilenciales y deben estar encerrados solos… así lo expondré ante los señores.
Julián se levantó del suelo, y con aire de triunfo exclamó: –Pues solo o acompañado, preso o libre, incomunicado o en comunicación, me oiréis cantar:

«Vencidos van los frailes, vencidos van;
Corridos van los lobos, corridos van.»
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 A Dios gracias por el testimonio de estos mártires.

Creer en Cristo y arrepentirse de los pecados es suficiente para ser salvo. Cristo es suficiente para salvarte. 

Solamente hay un Cielo y un Infierno. Tú eliges hoy.

¡QUE DIOS TE BENDIGA!




[1] El texto latino está copiado verbo ad verbum de la versión latina de la Vulgata, editada
por Clemente VIII.– Venecia, 1780. El texto castellano es la versión que de la misma Vulgata
hace el P. Scio.– 1 Juan 5:16-17 – (N. del A.)

[2] Véase Compendio de Doctrina Cristiana, por el Dr. Doyle, páginas 46, 112 y113.

sábado, 1 de junio de 2013

El Purgatorio I

Aprovechando el programa que ayer pudimos ver en la segunda de televisión transcribo los capítulos V y VI del libro Recuerdos de Antaño del protestante español Emilio Martínez. Hay que decir en justicia que se prestó toda la atención a la persecución y destierro de los judíos en España y, descaradamente, se olvido todo el sufrimiento de los cristianos reformistas en España. Ellos solamente albergaban esperanzas de sanear a la Iglesia romana de toda la corrupción moral y doctrinal que arrastraban. A ojos vista queda que no lo consiguieron en lo más mínimo. Sus vidas fueron masacradas y humilladas por aquello en que creían: Cristo.

He aquí, el capítulo V de esta obra. La próxima semana el capítulo VI.


RECUERDOS DE ANTAÑO

Por Emilio Martínez

(LOS MÁRTIRES ESPAÑOLES DE LA REFORMA DEL SIGLO XVI Y LA INQUISICIÓN.)


SEGUNDA PARTE

ELOGIO DE ALGUNOS PÍOS MÁRTIRES SEVILLANOS Y CASTELLANOS

V

Lo mismo en el tormento que en la prisión, corridos van los lobos…

Hemos dicho, y de la verdad dicha atestigua la historia, que uno de los ardides empleados por los inquisidores para descubrir aquello que deseaban saber, consistía en mezclar a los prisioneros, de los cuales recelaban guardasen algún secreto, con otros presos, reales o fingidos, pero siempre de la confianza de los señores. La misión de estos policías consistía en captarse la confianza de sus compañeros de prisión, y por cualesquiera medios, todos eran buenos con tal se lograse el objeto, les arrancasen por astucia los secretos que no habían conseguido hacerles declarar los tormentos más bárbaros e inhumanos.
Pero sucedía, con harta frecuencia, que tales invenciones producían los efectos más opuestos; pues ocurría, o que el perseguido a quien se pretendía engañar descubría el propósito, en cuyo caso se burlaba donosamente del falso amigo y confidente, o éste era vencido por los argumentos del otro preso, en cuyo caso más que espía era favorecedor del perseguido.
Presenciemos a este efecto lo que ocurre en un calabozo, situado en uno de los torreones de la fortaleza de Triana, cárcel del Santo Oficio.
No habían podido hacer declarar lo que los jueces deseaban saber, entre otros, ni a Julián Hernández, ni al piadoso maestro de niños, don Fernando de San Juan, a pesar de que ambos cristianos habían sido puestos a cuestión de tormento más de una vez.
Julián ya no era mirado por los inquisidores como un ente despreciable, antes bien, la entereza, fortaleza de ánimo, valentía y saber, habían atraído sobre el soldado de Cristo la debida consideración de los adversarios, quienes le reconocían como el apóstol más decidido de la Reforma.
Estaban pues, en el dicho calabozo, Hernández y San Juan encerrados en compañía de otros cuatro presos, reos de diversos delitos, no en sentido reformista, pero en los que intervenía la Inquisición, y entre cuyos presos figuraba un clérigo de mala traza, y si es verdad que la cara es expresión del alma, ésta debía estar impregnada de peores intenciones.
Todos los presos se hallaban sentados en el suelo, recostados contra el muro del calabozo, y tres de ellos escuchan con atención la discusión que sostienen los dos cristianos reformados con el clérigo, quien en tono declamatorio decía:
–Desengañaos; el sistema luterano no se arraigará jamás en la católica
España.
–De ese mismo parecer somos – contesta Julián –, pues ningún sistema de hombres es eterno ni invariable. Antes que vos ya lo dijo el sabio Gamaniel ante el Sanedrín judaico en Jerusalén, cuando, refiriéndose a los trabajos apostólicos, exclamó: «Si este consejo o esta obra es de hombre, se desvanecerá; mas si es de Dios, no lo podréis deshacer.» (Hechos 5:38-39)
Digo pues, y mantengo, que siendo el papado, como lo es, obra y artificio de los hombres, el papado se desvanecerá, y en España, como en todo el mundo, triunfará y se arraigará el Evangelio de Cristo, porque la obra de Dios es que «creamos en el que Él ha enviado».
–Esas son sutilezas propias de los que como tú piensan. Os tituláis discípulos de Cristo y amadores de sus doctrinas, pero las gentes de posición y de sabiduría huyen espantados de vosotros…
–Los que de nosotros se espantan – interrumpió San Juan – sois vosotros, que no podéis resistir la luz del Evangelio. Lo que os asusta precisamente es el número tan considerable de personas de saber y de posición social, que aceptan las ideas de reforma religiosa, aquí en Sevilla como en otras ciudades, villas y pueblos de España.
– ¡Vaya por la gente de saber y de posición social que acepta vuestras doctrinas! –exclamó con acento zumbón el clérigo, añadiendo –: Por las órdenes que recibí os conjuro a que nombréis alguna de esa gente de saber y posición que conozcamos en Sevilla, y que haya abrazado vuestra fe, que, si es como decís, yo os juro retractarme de lo dicho, y modificar mi opinión acerca de vosotros y de vuestras desdichadas doctrinas. Ea, seor maestro, dígame algún nombre.
San Juan miró con expresión de lástima al clérigo, a quien contestó con intencionado acento:
– ¡Inocente! ¡Pues es mayor vuestra inocencia que vuestra malicia, con ser ésta muy mucha! ¿Queréis hacernos declarar lo que no ha podido arrancarnos el potro y la polea? Decid, – añadió con firmeza el pío maestro – decid a los que os han encomendado el encargo de sondearnos, que ni por vuestro estado, ni por vuestra traza, ni mucho menos por vuestro talento, servís para desempeñar el cometido que os han confiado.
El cura se mordió los labios al ver descubiertas sus intenciones, mientras los otros tres presos le jaleaban por la desairada situación en que él mismo se había colocado.
Pero como era necesario decir algo, el trapacero cura, perdido el sendero, embocó la caballería por el sembrado, y, a salga lo que saliere, exclamó:
–Figuraos, estimados compañeros, y así salgáis bien y presto de vuestras causas, que estos gentiles caballeros sostienen que no existe purgatorio, en el que las almas padecen temporalmente, purgándose así de toda mancha, en cuyo lugar pueden ser aliviados los padecimientos de las almas, acortado el tiempo de sus padecimientos o totalmente redimidas, en virtud de los sufragios ofrecidos por los fieles desde este mundo.
–No se trataba de eso, seor capellán – exclamó Julián –, pero ya que habéis sacado a colación como cosa que más os interesa no perder, eso del purgatorio, os diré que no es precisamente lo más malo que nosotros no creamos en la existencia de tal lugar; lo horrendo, lo detestable, es el comercio que con pretexto de tal lugar hacéis vosotros, los clérigos, cuya inmensa mayoría no creéis en la existencia de tal sitio.
         Al oír estas razones el clérigo respiró, como si hubiera salido de algún apuro; como se dice vulgarmente, se creció y contestó con soberbia:
–El clero, como fiel servidor de la Iglesia, cree, predica y mantiene, hasta perder la vida, lo que la Iglesia enseña, y la doctrina de la existencia del purgatorio es tan antigua como el mundo.
– ¡Válgame mi suerte, – exclamó don Fernando – que jamás hasta ahora escuché sentencia tan peregrina! Pero decidme, seor licenciado, si licenciado sois: pues que el purgatorio es tan antiguo como el mundo, decidme en qué día o en cuál tiempo de la creación fue creado el purgatorio.
El cura, con aire magistral, respondió resueltamente:
–El purgatorio fue establecido en el mismo día en que los ángeles se rebelaron contra Dios.
– ¡Qué atrocidad! – exclamó San Juan –. ¡En mi vida ha oído disparate y herejía semejantes! Pero, vamos a cuenta – añadió –: vos, seor clérigo, no sabéis, porque cosa es que nadie sabe, si los ángeles se rebelaron antes o después de la creación del mundo. Si los ángeles se rebelaron antes de la creación del Universo, lo que muy bien pudo suceder, y el purgatorio se creó (no estableció, como vos decís, pues una cosa es crear y otra establecer) el día de la rebelión, he aquí que el purgatorio es más antiguo que el mundo. Si los ángeles se rebelaron después de la creación del Universo, he aquí el purgatorio ya no es tan antiguo como el mundo.
–La cuestión de fecha – interrumpió el clérigo – no es de tal importancia; basta con que el lugar exista, para que la doctrina de su existencia sea cierta.
–Bien – dijo San Juan –, descartemos, aunque vos la iniciasteis, la cuestión de fecha; pero lo que no descartaremos, como principal punto, será la cuestión doctrinal que de vuestra afirmación se desprende. Convengamos en que el purgatorio se creó en el día en que los ángeles se rebelaron contra Dios... ¿lo convenimos?
–Sí, señor, convenido – repuso el clérigo.
–Entonces – argumentó San Juan –, lo que vos llamáis purgatorio, no es purgatorio, sino el infierno eterno; porque hablando de los ángeles rebeldes, nos dice el apóstol San Judas en su epístola universal, verso seis: «Y los ángeles que no guardaron su dignidad, mas dejaron su habitación, los ha reservado debajo de oscuridad EN PRISIONES ETERNAS, hasta el juicio del gran día». En cuyo «día de la ira», el Juez dirá a todos los réprobos: «apartaos de Mí, malditos, al fuego ETERNO, preparado para el diablo y para sus ángeles». (Mateo 25:41)
Ved, pues – añadió el sabio reformador –, cómo si ese es el lugar de que habláis, no se trata de un purgatorio del que puedan salir las almas, en un plazo más o menos largo, sino que se trata del lugar eterno de «donde el gusano nunca muere, ni el fuego nunca se apaga».
–No, no me refiero a ese lugar – contestó vivamente el cura –; el infierno es lugar distinto del purgatorio. La Iglesia enseña, y todo fiel hijo suyo cree, que además del Gehenna, o infierno, existe un fuego de purgación, en el que, habiendo sido atormentadas las almas de los píos por un tiempo limitado, han hecho expiación, a fin de que les sea abierta una vía de acceso a las regiones eternas, donde nada sucio puede entrar.[1]
–Entonces – apuntó Hernández – no supo vuesa merced lo que se dijo cuando afirmaba que el purgatorio fue creado en el momento de la rebelión de los ángeles, pues las moradas de estos no son el purgatorio, que no existe, sino el infierno, que existe conforme a las Escrituras.
–De lo que resulta... – interrumpió el eclesiástico.
–De lo que resulta – interrumpió a su vez Julián – que vos, señor clérigo, habéis oído campanas, pero no sabéis si repican en la vuestra, o en ajena parroquia; o lo que es lo mismo, vos habéis oído hablar de la fundación de un lugar para el diablo y para sus ángeles, y os habéis dicho: esto es la fundación del purgatorio.
–Perdonad señores – dijo entonces uno de los otros tres presos –, que interrumpa vuestra plática. Por lo que veo, el señor clérigo sostiene la existencia de un purgatorio, cuya existencia, que todos nosotros creemos, porque así nos lo han enseñado personas que para ello tienen autoridad, vuesas mercedes niegan. Ahora bien, yo creo que, si no existe tal purgatorio, no hay alma que pueda entrar en el cielo, pues difícilmente habrá quien parta de este mundo sin la reminiscencia de alguna culpa que deba purgar en la vida venidera.
– ¡Con vos me salve, hermano, pues habéis dado en el mejor discurso que pudiera oponerse a la obcecación de estos dos herejes! – exclamó el cura.
–Desde luego, ni mi hermano en la fe ni yo – contestó San Juan – hacemos caso del calificativo herejes con que nos habéis distinguido. Y ahora – añadió el maestro, dirigiéndose a los otros presos – contestaré a la observación que éste ha hecho.
Don Fernando de San Juan continuó:
–Prestadme atención, y habed paciencia, que ambas cosas requiere este asunto.
Otra pausa, y el maestro de niños prosiguió:
–«Todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios.» «He aquí en maldad he sido formado y en pecado justo me concibió mi madre.» «Ciertamente no hay hombre en la tierra, que haga bien y nunca peque.» «No hay justo, ni aun uno; no, ni aun uno.» Todas estas sentencias escriturales, y otras que pudiera recitar, nos demuestran que todo hombre es pecador. Ahora, amigos míos, escuchad el concepto que a la justicia de Dios merece el pecado.
Don Fernando detuvo un momento su discurso, y tras una corta reflexión, prosiguió:
–«Dios está airado todos los días contra el impío.» «El alma que pecare, esa morirá.» «La paga del pecado es muerte.» «El pecado entró en el mundo por un hombre (Adán), y por el pecado, la muerte.» «Tribulación y angustia será sobre toda persona que obra lo malo.» «Mas por tu dureza y tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira, y de la manifestación del justo juicio de Dios: el cual pagará a cada uno conforme a sus obras.» Según todo lo recitado – prosiguió San Juan –, y recitado sin orden ni concierto, y fiándolo a la memoria, Dios cumplirá su sentencia contra todos los que han pecado: «Id, malditos de mi Padre, al fuego eterno, y allí será el lloro y el crujir de dientes».
–Dispensadme, señor – dijo el preso que había iniciado la cuestión, aprovechando el descanso que, después de recitadas las anteriores acotaciones bíblicas, hizo San Juan –; dispensadme, os digo, que todo lo que habéis citado me parece muy bueno, aunque ni soy entendido en estas cosas, ni jamás he visto la Sagrada Escritura; mas puesto que el señor clérigo aquí presente no dice nada en contrario, verdaderas deben ser esas sentencias que citáis. Digo, pues, que aquí no nos ocupa la verdad de que todo hombre sea pecador, porque todos nos reconocemos como tales, ni tampoco dudamos de que Dios castiga en su justicia al pecador. Lo que embarga nuestra mente es: ¿Cómo satisfaremos la justicia de Dios para que seamos libres de la condenación eterna? ¿Podremos satisfacer aquí, por nuestras culpas, o existe un lugar en la vida futura en el cual podamos satisfacer?
–Ahora vuelvo a decir – exclamó el cura – que vos, hermano, habéis colocado en su verdadero punto la cuestión. Porque, según este señor dice, y todos sabemos y creemos, un lugar de castigo existe; pero, ¿no existirá uno intermedio donde se purgue el reato de nuestras culpas?
– ¿Reato dijisteis? – interrumpió Julián –. Mejor hubierais debido decir reata. En mi tierra, señor, decimos reata a la recua de caballerías mayores o menores que el arriero guía, atadas una detrás de otra. Así, el reato de vuestro purgatorio trae aparejada una interminable reata de misas, responsos, indulgencias y otros sufragios, que hinchen muy bien vuestra bolsa, mientras quitan el dinero y el humor de los que en tal reato de purgatorio creen.
– ¡Calle el rufián, que con él no se habla! – exclamó el clérigo dirigiéndose a Julián.
–Ni yo soy rufián ni lo fui jamás ni espero serlo mientras viviere, Dios ayudándome; y sea más comedido el señor clérigo, que, como dice la Escritura: «La blanda respuesta quita la ira; mas la palabra áspera, hace subir el furor».
En aquel momento sonó una campana, y los presos exclamaron:
– ¡Rancho!
Efectivamente, poco tiempo después se percibió ruido de pasos a la puerta del calabozo, rechinó la cerradura, crujió el cerrojo y en el dintel apareció un carcelero seguido de otros presos que conducían una caldera, un puchero y platos.
El puchero, conteniendo comida, y los platos fueron entregados al clérigo, mientras que el jefe de aquella tropa le decía:
–Los señores preguntan cómo va eso.
–Decidles que todo va por muy buen camino – contestó el cura recibiendo su pitanza.
Los otros cinco prisioneros alargaron, por orden cada cual, su escudilla de madera, recibiendo en ella un regular cazo de gazofia, y de mano del otro ranchero su ración de dura, negra y desabrida galleta.
Servidos que fueron los prisioneros, cerraron con estrépito de llave y cerrojo la puerta del calabozo, y cada individuo se dedicó a comer lo que su mala ventura le deparaba; no sin que antes de comenzar la comida, y a invitación de don Fernando, Julián elevase una oración en acción de gracias al Omnipotente por el alimento que les proporcionaba, acto al que, ya acostumbrados, se adherían los compañeros de prisión, incluso el cura.
Habiendo comido y bebido sendos tragos de agua tibia (a causa del caluroso ambiente que en el calabozo se respiraba), y como en aquella época no se había difundido aún el uso del cigarrillo, los presos apartaron a un lado las escudillas, y sentándose en el suelo, recostados contra el muro como al principio, royendo tal cual rebojo de galleta, como sabroso postre de tan flaca comida, dispusiéronse, los unos a escuchar, y los otros a reanudar la interrumpida disputa.

El estudio de la Biblia quita el error.

¡QUE DIOS TE BENDIGA!




[1] Versión española, hecha de la inglesa, por el autor, del Catecismo del Concilio de Trento, Artículo cuarto del Credo.