“Al final, Dios pasará la mano, hará la vista gorda y no tendrá en cuenta los pecadillos que haya podido cometer. Dios es un bonachón y por mucho que haga en Su contra no me lo tendrá en cuenta si hay un Juicio Final”. Eso pensaría el malhechor que en la cruz sermoneó a Jesús pidiéndole que se salvará a sí mismo y, de camino, los salvara a ellos (Lucas 23:39). Dios es Bueno y Misericordioso, pero no transige con los que piensan como este pecador. Sin embargo, el otro malhechor reconoció que Jesús no merecía estar a su lado sufriendo el mismo castigo de cruz que él sufría. Su petición fue humilde: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino” (Lucas 23:42). Jesús le prometió que no hacía falta tal evento para que Él se acordase del malhechor arrepentido, sino que desde ese momento sería recibido en el cielo.
Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia; y caímos todos nosotros como la hoja, y nuestras maldades nos llevaron como viento. (Isaías 64:6)
El profeta Isaías nos recuerda de qué estamos hechos. La cruda realidad de la pocilga en la que vivimos a causa de nuestros pecados no deja lugar a dudas de lo apartados que vivimos de Dios. Todos hemos sido pretensiosos ante Jesucristo retándole a que, si es Dios, si es Bueno, debe salvarnos porque así hace honor a Su Buen Nombre. ¡Tenemos lo desfachatez de decirle lo que debe hacer por Su bien y por el nuestro! ¡Tócate las narices! La realidad es que somos sucios, trapos de inmundicia (compresas menstruosas), caídos y sin rumbo. Dios es Justo y Santo, tres veces Santo. ¿Eres como Él? ¿No? ¡No! Estás en serios problemas.
Dios no hará la vista gorda cuando te presentes ante Él en el Juicio Final. ¿Quién te defenderá? Tu religión, tu filosofía de vida, tus méritos y logros no podrán defenderte. Tus pecados contra Dios te acusan y cuando llegues (¡que llegarás!) nada ni nadie te podrá defender. Pero Dios no se ha quedado solamente en decirnos la verdad pura, dura y cruda a nuestra cara. Al igual que Dios es Santo y no pasará la mano con nuestros pecados, ha propiciado la forma de salir airosos de nuestra culpabilidad ante Él. Nuestros delitos fueron pagados por Jesús en una cruz, porque Dios no podía pasar por alto nuestros pecados sin un merecidísimo castigo. Jesucristo pagó en lugar nuestro las costas de nuestro perdón a Su Padre. La deuda quedó pagada. Totalmente pagada. ¡Todos tus pecados han sido perdonados y olvidados por Dios! Solo una cuestión te sigue separando de experimentar el perdón de Dios: tu incredulidad. Si deseas recibir el perdón de Dios, cree en Jesucristo que te rescató derramando su sangre en la cruz para que pudieses reconciliarte con Dios y librarte del infierno. Pídele perdón por tus pecados hoy y Dios los perdonará gracias al sacrificio de Cristo en la cruz.
¿Qué malhechor eres?
¡QUE DIOS TE BENDIGA!
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