RECUERDOS DE ANTAÑO
Por Emilio Martínez
(LOS MÁRTIRES ESPAÑOLES DE LA REFORMA DEL SIGLO XVI
Y LA INQUISICIÓN.)
SEGUNDA PARTE
ELOGIO DE ALGUNOS PÍOS MÁRTIRES SEVILLANOS Y
CASTELLANOS
VI
Continuación
del precedente
Estábamos, señores – dijo San
Juan –, en que, según opinión del señor clérigo, existe un lugar de expiación,
lugar que vos, hermano – añadió dirigiéndose al preso que antes interviniera en
la conversación –, estimáis de absoluta necesidad.
–Pues bien – continuó San Juan
–, como quiera que no hay reato, probando por la Escritura que quien se
arrepiente y clama a Jesús por salvación ya no es reo de culpa, pues esto
significa la palabra reatus, entonces habré demostrado que no existe en la vida
futura, ni lugar, para un lugar de expiación temporal. Siento, amigos buenos,
no tener aquí un ejemplar de la Sagrada Escritura para, escudriñándola,
mostraros las sentencias que en ella tenemos en apoyo de mi afirmación; pero os
aseguro procuraré que mi memoria sea fiel, y de lo contrario aquí tenemos a mi
querido hermano en la fe de Cristo, el buen Julián Hernández, quien suplirá con
su buen entendimiento lo que al mío falte.
–Ni a vos os falta memoria,
entendimiento y voluntad, ni seré yo quien pueda supliros en falta alguna, don
Fernando – contestó Julián.
San Juan reflexionó un corto
instante, y continuando su discurso, dijo:
–El hombre no puede satisfacer
por sus culpas, ni en ésta ni en la vida futura. Prestadme atención a las
siguientes citas que lo demuestran. El profeta Isaías, en el capítulo cincuenta
y tres de su libro, hablando del Mesías, que es Cristo, dice: «Ciertamente
llevó ÉL nuestras enfermedades; y sufrió nuestros dolores; y nosotros LE
tuvimos por azotado, por herido de Dios. Mas Él herido fue por nuestras
rebeliones, molido por nuestros pecados. El castigo de nuestra paz fue sobre
ÉL, y por SU llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos
como ovejas; cada cual se apartó por su camino; mas el Señor cargó en ÉL el
pecado de todos nosotros».
–El mismo profeta en otra parte
de su libro, en el capítulo cuarenta y tres, escribe: «Yo, yo SOY el que borro
tus rebeliones por amor de ti, y no me acordaré de tus pecados».
–Escuchemos lo que predijo otro
profeta, Miqueas, en el capítulo siete de su profecía: «ÉL tornará; ÉL tendrá
misericordia de nosotros; ÉL sujetará nuestras iniquidades y echará en los
profundos de la mar TODOS NUESTROS PECADOS». ¿Lo oís, amigos? – añadió San Juan
–. Dice que echará en la mar, es decir, que olvidará, como si no hubieran sido
cometidos,
TODOS nuestros pecados.
–Veamos ahora – prosiguió el
sabio cuanto cristiano maestro – lo que en tiempos posteriores, en los
comienzos de la Iglesia Cristiana, cuando todavía no existían Papas ni
Concilios que decretasen la existencia del purgatorio, escribió el discípulo
amado de Jesucristo, es decir, el apóstol Juan: «Mas siandamos en luz, como ÉL
está en luz, tenemos comunión entre nosotros; y la sangre de Jesucristo su Hijo
nos limpia de TODO PECADO. Si dijésemos que no tenemos pecado, nos engañamos a
nosotros mismos, y no hay verdad en nosotros; si confesamos nuestros pecados,
ÉL es fiel y justo para que nos perdone nuestros pecados y nos limpie de TODA
maldad».
Calló don Fernando, y tras una
nueva pausa prosiguió:
–No he de cansaros; solamente
citaré dos o tres pasajes más. El mismo
Jesucristo dijo, como lo recuerda también el
apóstol San Juan, en el capítulo cinco de su Evangelio: «De cierto, de cierto
os digo: El que oye MI palabra, y CREE al que me ha enviado, tiene vida eterna;
no vendrá a condenación, mas PASÓ DE MUERTE A VIDA.»
– ¿Queréis doctrina más clara y
terminante? – Preguntó don Fernando, haciendo párrafo, y continuó –: Ved cómo
entendió tal doctrina de salvación gratuita, concedida por Dios, mediante la
obra de redención hecha por Cristo, el grande apóstol San Pablo, cuando,
dirigiéndose a la Iglesia en Roma, dice: «Ahora, pues, ninguna condenación hay
para los que están en Cristo Jesús», y el apóstol San Pedro…
–Permitidme, señor maestro –
interrumpió el clérigo –: su merced habla siempre acerca del pecado mortal, y
yo me refiero al pecado venial.
– ¿Y de dónde saca el señor
capellán esa distinción de pecado mortal y venial?
–Ahora os cogí en vuestra
ignorancia. Vos, que tanto blasonáis de conocer la Escritura, ignoráis, o
fingís ignorar, que está escrito: Qui scit fratrem suum peccare peccatum non ad
mortem, petat, et dabitur ei vita peccanti non ad mortem. Est peccatum ad mortem, non pro illo dico, ut
roget quis. Omnis iniquitas peccatum est: et est peccatum ad mortem. ¿Qué
decís a esto?
–Digo, ante todo, que aunque yo,
lo mismo que mi hermano en Cristo, Julián, conocemos el habla latina, por lo
menos tan bien como vos, habiendo otras tres personas más que nos oyen, que son
estos compañeros de prisión, quienes desconocen tal lengua, debemos hablar en
simple y vulgar romance.
–Yo, por mi parte – dijo uno de
los presos –, desconozco el latín, por lo cual ni una palabra entendí de las
dichas por el señor clérigo.
–Lo mismo me pasó a mí.
–Pues no importa – dijo el cura
–, que yo interpretaré estas palabras, que en romance castellano dicen como
sigue: «El que sabe que su hermano comete un pecado que no es de muerte, pida,
y será dada vida a aquel que peca no de muerte. Hay pecado de muerte. No digo yo
que ruegue alguno por él. Toda iniquidad es pecado y hay pecado que es de
muerte».[1] Ya
está resuelta la cuestión de que estos señores conozcan el sentido de la cita
escritural, por la cual pruebo la doctrina de que existe pecado mortal y pecado
venial. ¿Qué tenéis vos que alegar?
–Pues alego – dijo don Fernando
– que nuestros reformadores traducen mejor que vuestros autores ambas
versiones: la latina, y de ésta la castellana.
Teodoro Beza traduce del griego al latín el
versículo diecisiete del capítulo quinto de la epístola de San Juan, que vos
citáis, en la forma y con las palabras siguientes: Omnis injusticia peccatum
est: sed est peccatum, quod non est ad mortem; que vierten así nuestros
Casiodoro y Valera: «Toda maldad es pecado, mas hay pecado que no es de
muerte.»
–De donde se colige y ve
claramente que esos vuestros reformadores han puesto su versión de un efecto
más incisivo, para demostrar la existencia de los pecados venial y mortal.
–Señores – prosiguió el cura,
haciendo grandes aspavientos –, vean si estas gentes andarán bien, cuando ni en
sus doctrinas concuerdan los unos con los otros.
–Tenga más calma y compostura el
señor clérigo – dijo San Juan –, que voces, manoteo y contorsiones no son
razones que convencen.
– ¡Pero si nada podéis alegar en
favor de vuestras malhadadas doctrinas!
–Eso es lo que vamos a ver –
replicó San Juan, y continuó:
–Vengamos a estudiar estas dos
sentencias: «Hay pecado de muerte, por el cual no digo que ruegue». «…hay
pecado que no es de muerte». ¿Cuál es el pecado mortal o de muerte? Respondo
con las palabras de Cristo, como se registran en el Evangelio, según San Mateo,
capítulo doce, versículos treinta y uno y treinta y dos; así como en Marcos,
capítulo tercero, versículo veintinueve. Dice en Mateo: «Por tanto os digo:
Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres, mas la blasfemia contra
el Espíritu no será perdonada a los hombres». San Marcos expresa así el
discurso: «De cierto os digo que todos los pecados serán perdonados a los hijos
de los hombres, y las blasfemias, cualesquiera con que blasfemaren. Mas
cualquiera que blasfemare contra el Espíritu Santo, no tiene jamás perdón, mas
está expuesto a eterno juicio». El pecado, según parece, imperdonable, es la
blasfemia contra el Santo Espíritu; blasfemia que se comete, según yo entiendo,
cayendo en la idolatría, negando la divinidad de Cristo o su humanidad; negando
la existencia de Dios o alguno o todos sus atributos; rechazando el Evangelio;
corrompiendo a la Iglesia con prácticas vanas o supersticiosas; ejerciendo en
la Iglesia la simonía, que es la venta de los sacramentos, o de los puestos
eclesiásticos, cosas ambas que han hecho y hacen los Papas y Prelados
romanistas; rehusando el arrepentimiento, y
otros actos como estos, que tienden a menoscabar o
a despreciar la divina autoridad de Dios, o la obra redentora de Cristo su
Unigénito o Único Hijo.
–Pero… – interrumpió el cura.
–Permitidme continuar, que ya
hablaréis vos – dijo don Fernando, y prosiguiendo en su discurso, continuó:
–Todavía el Apóstol no manda autoritativamente que no se ruegue por un hombre
que haya caído en cualquiera o en todos estos pecados, sino que dice: «yo no
digo que ruegue alguno por él…»; no prohíbe; expone la posibilidad de que la
oración hecha en favor de un tal hereje sea ineficaz, por la pertinacia en el
pecado del mismo hereje. Esta es la interpretación más lógica que se puede y
debe dar a ese pasaje, como lo probaré citando, para terminar, otros de la
Escritura, los cuales demuestran que los sufragios en favor de los difuntos
son, no sólo innecesarios, sino completamente inútiles.
–Pero, señor – volvió a
interrumpir el cura –, por fuerza he de atajar vuestro discurso, para que no
salgamos del asunto. Vuesa merced lo que probarme debe, ante todo, es que no
exista pecado venial.
– ¿Qué entendéis vos por pecado
venial?
–No diré yo – respondió el
clérigo – lo que yo entienda o deje de entender; os responderé con la Iglesia
romana: Pecado venial: «Una ofensa muy pequeña contra Dios o contra el prójimo,
que se perdona fácilmente». Y vuelve a preguntar la Iglesia: «¿Cómo puede esto
demostrarse?» Y responde la misma Iglesia: «Porque un pecado venial, pongo por
caso: una palabra vana, una mentira oficiosa o dicha en broma, que a nadie
perjudica; el robo de un alfiler o de una manzana, no son hechos de tanta monta
que rompan la caridad entre hombre y hombre, cuanto menos entre Dios y el
hombre». Esto es lo que dice la Iglesia, y esto es lo que yo creo y lo que debe
creer todo católico romano. Y la doctrina – prosiguió el cura con calor – es
lógica.
Porque yo hablo una palabra jocosa por pura broma,
o deseando evitar un mal digo una mentira inocente, o le quito una naranja a mi
vecino, porque tengo sed, ¿será esto tan grave como negar alguno de los santos
misterios de nuestra religión?[2]
Pues ved ahí el pecado venial.
–Responderé – dijo San Juan – a
esos sofismas del modo siguiente: «Vos, o vuestra Iglesia, o los dos juntos,
decís: «Pecado venial es una palabra vana». Jesucristo dice: «Mas yo os digo
que toda palabra ociosa que hablaren los hombres, de ella darán cuenta en el
día del juicio», Evangelio, según San Mateo, capítulo doce, versículo treinta y
seis.
– ¡Maravilloso! – exclamó uno de
los presos.
–Vos y vuestra Iglesia, señor
cura, decís: Una mentira oficiosa… que a nadie perjudica… En primer lugar,
Jesucristo nos enseña que el diablo «cuando habla mentira, de suyo habla,
porque es mentiroso y padre de mentira» (Jn 8:44). De donde deduzco que todo
mentiroso es hijo directo del diablo, porque así lo dijo Jesús: «Vosotros de
vuestro padre el diablo sois».
Finalmente, Dios nos enseña cuál será la suerte
final de todos los mentirosos, sin distinción de grandes ni de chicos, y mirad
si están mezclados con honrosa compañía: «El que venciera poseerá todas las
cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo. Mas a todos los temerosos e
incrédulos; a los abominables y homicidas, a los fornicarios, y hechiceros, y a
los idólatras, y a TODOS LOS MENTIROSOS, su parte será en el lago ardiendo con
fuego y azufre, que es la muerte segunda». Apocalipsis, veintiuno, ocho.
–Ahora – dijo don Fernando –,
para proporcionarme un corto descanso, mi amigo Hernández nos dirá por la
Escritura algo que el creyente debe hacer con su boca.
–Con mucho gusto, y solamente
por proporcionaros ese descanso del que necesitáis, obedezco, don Fernando,
aunque de antemano sé que mejor lo haríais vos que yo. Escuchad todos lo que la
Escritura dice: «Los labios mentirosos son abominación al Señor; mas los
obradores de verdad, son su contentamiento.» «El que refrena sus labios, es
prudente.» «Por lo cual, dejada la mentira, hablad verdad cada uno con su
prójimo.» Jesucristo nos enseña y manda: «...Mas sea vuestro hablar, sí, sí;
no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede.» Y el apóstol Santiago,
como enseñado por el divino Maestro, escribe: «Mas vosotros, hermanos míos, no
juréis ni por el cielo, ni por la tierra, ni por cualquier otro juramento; sino
vuestro sí, sea sí, y vuestro no, sea no; porque no caigáis en condenación». De
todo lo cual se deduce que delante de Dios no hay más que una clase de mentira,
sino la mentira misma proclamada por Jesucristo como hija del diablo... No
tengo más que decir sobre este punto.
–Y me parece – dijo uno de los presos – que lo que
has dicho está muy bien dicho, y que jamás creí que a un hombre de tu pelaje se
le ocurriesen razones tan atinadas ni tan concertadamente explicadas.
–Eso y más – interrumpió don
Fernando – sabe y puede proclamar mi amigo Julián; que si hasta aquí estuvo
callado no fue porque él no pueda disputar, sino por el respeto que me tiene, y
para que usarcedes vean ser verdad esta que digo, suplico a mi hermano en
Cristo continúe la disputa en el sitio y asunto en que pendiente está.
–Don Fernando – contestó Julián
–, si por proporcionaros descanso acepté tomar parte en la disputa, ahora que
me cedéis vuestro lugar, para que estas buenas gentes juzguen de mi capacidad,
con todo respeto os digo que no acepto el envite.
–Julián, estoy verdaderamente
cansado, y tengo gusto en que me ayudéis, pero si en ello no sois placido...
–No se hable más y continuemos.
Después de unos momentos de
silencio, Julián dijo:
–Dice la Iglesia papista, por
boca de su clérigo aquí presente: «El robo de un alfiler o de una manzana no
son hechos de tanta monta que rompan la caridad entre hombre y hombre, cuanto
menos entre Dios y el hombre». ¿Es esto?
–Así es – respondió el clérigo.
–Supongamos, pues, que vos
cobdiciáis una manzana, es decir, deseáis su posesión, pero no llegáis a
robarla. Yo siento la misma cobdicia, los mismos deseos sobre aquella manzana,
y la robo. ¿Quién de nosotros dos cometió mayor pecado?
–Tú, indudablemente –
contestaron los otros presos.
–Justo – añadió el cura –, mi
pecado fue venial, porque cobdicié, mas no consumé el robo. Éste pecó
mortalmente, porque al deseo añadió el hecho consumado de robar.
–Pues yo – dijo Julián – voy a
demostraros que el deseo es delito de tanta monta como el hecho consumado:
Escuchad con todo respeto, que dice Dios por su ley, cuyo décimo mandamiento
dispone: «NO COBDICIARÁS la casa de tu prójimo, no COBDICIARÁS la mujer de tu
prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni COSA alguna de
tu prójimo». ¿Habéis oído bien? «No cobdiciarás COSA alguna de tu prójimo»,
aunque esta COSA sea tan simple como un alfiler o una manzana, que, en verdad,
son ambas cosas bien simples.
Los interlocutores callaron por
unos momentos, inclinándose los presos a las razones de Julián.
Por fin, el cura exclamó:
–Bien; pero ese es el
mandamiento, y en él no se establece más que una orden, pero no se gradúa el
delito, que claramente se echa de ver que más grave cosa es desear la mujer del
prójimo que no desear su buey o su asno.
–Pues me habéis dado hecho el
corolario del problema. Escuchad lo que precisamente, a ese propósito, nos
enseña el Divino Maestro: «Oísteis que fue dicho: No adulterarás... Mas yo os
digo que cualquiera que mira a la mujer para cobdiciarla, YA ADULTERÓ CON ELLA
EN SU CORAZÓN» (Mt 5:27-28). Pues extendiendo a todos los preceptos esa
infalible interpretación de la ley, tendremos que, cualquiera que cobdicie un
alfiler o una manzana de su prójimo, ya cometió hurto en su corazón, por el
solo hecho de alimentar en sí tal deseo.
–Además – prosiguió Julián –,
los Mandamientos de la Ley son dignos de igual observancia; porque, como dijo
también el apóstol Santiago: «Cualquiera que hubiere guardado toda ley, y
ofendiere EN UN PUNTO, ES HECHO CULPADO DE TODOS» (Stg. 2:10). No existe, pues,
pecado venial; y pues que éste no existe, no hay lugar para la existencia de
vuestro desdichado purgatorio.
–Pero, ¿qué haremos con nuestros
pecados? – preguntó uno de los presos con ansiedad.
–Ya se os ha dicho: «La sangre
de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado». Basta con que sintáis dolor
de haber ofendido a Dios, que le confeséis vuestros pecados y que le pidáis
perdón por Cristo el Redentor, «por cuya llaga fuimos nosotros curados», para
que si «vuestros pecados fuesen rojos como la grana», queden más limpios que
vellón de blanca lana.
Entonces tomó la palabra don
Fernando, diciendo: – ¿Conocéis vosotros la historia del que llaman buen
ladrón?
–Sí – contestaron los presos.
–Pues bien; aquel hombre, que no
era bueno, sino malo, porque no hay ladrón bueno, estaba en la cruz esperando
la muerte. Un rayo de la divina gracia le tocó. Se confesó pecador y reconoció
a Cristo como Justo, proclamándole tal a su compañero de suplicio: «Nosotros, a
la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos,
mas ÉSTE NINGÚN MAL HIZO». Inmediatamente, y dirigiéndose a Jesús, le dice:
«Acuérdate de mí CUANDO vinieres a tu reino». ¿Sabéis vosotros lo que al ladrón
arrepentido contestó Cristo?
–Sí, lo sabemos, o, por lo
menos, yo lo sé. El Señor dijo al ladrón: «Hoy serás conmigo en el paraíso».
(Lc. 23:39-43)
–Pienso que estás equivocado –
dijo don Fernando –; Jesús no diría al ladrón «HOY». Pues ¿no tenía pecados que
purgar un ladrón? ¿Acaso le quedó tiempo para hacer penitencia? ¿Qué obras
satisfactorias pudo alegar? ¿Qué misas por su alma dijeron?
–Cierto – contestó el preso con
confusión –, nada podía alegar en su favor aquel desgraciado ladrón.
–Sí que podía – exclamó San Juan
–. «La sangre de Jesucristo», que le limpiaba «de TODO pecado». Por eso Jesús
le dijo «Hoy», no mañana, ni dentro de cien años… «De cierto, de cierto te digo
que HOY estarás conmigo en el Paraíso». Es decir, que el Señor le promete con
juramento, pues eso significa el «de cierto, de cierto te digo». Ahora bien,
como «Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y por los siglos» (He 13:8), he aquí
que hoy puede hacer, y hace, con cada pecador arrepentido, lo que hizo con el
ladrón que se arrepintió en la cruz: salvarle inmediatamente, en virtud de la
obra expiatoria que el Hijo de Dios consumaba en la cruz.
–Pues, señor, digo y declaro que
doy por bien empleada mi prisión, porque nunca antes de ahora escuché doctrina
tan buena, y que me parece se me ha quitado un peso del alma…
– ¡Calla, desdichado! – exclamó
el cura –. ¿Quieres contaminarte con esas doctrinas? No, no será. Estos hombres
son pestilenciales y deben estar encerrados solos… así lo expondré ante los
señores.
Julián se levantó del suelo, y con
aire de triunfo exclamó: –Pues solo o acompañado, preso o libre, incomunicado o
en comunicación, me oiréis cantar:
«Vencidos
van los frailes, vencidos van;
Corridos
van los lobos, corridos van.»
Creer en Cristo y arrepentirse de los pecados es suficiente para ser salvo. Cristo es suficiente para salvarte.
Solamente hay un Cielo y un Infierno. Tú eliges hoy.
¡QUE DIOS TE BENDIGA!
[1]
El texto latino está copiado verbo ad verbum de la versión latina de la
Vulgata, editada
por Clemente VIII.– Venecia, 1780. El texto castellano
es la versión que de la misma Vulgata
hace el P. Scio.– 1 Juan 5:16-17 – (N. del A.)
[2]
Véase Compendio de Doctrina Cristiana, por el Dr. Doyle, páginas 46, 112 y113.
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