El archiconocido “Himno a la alegría” compuesto por el no
menos conocido Ludwig van Beethoven expresa la esperanza humana de ser como
hermanos en el afecto, cuidado y protección mutuos. Esta hermandad se convierte
en una utopía cuando preguntamos quién es el padre de este hermanamiento
universal. Realmente no hay hermanos sin un padre común porque no existen unas
pautas de comportamiento familiar. “Cada uno es de su padre y de su madre”,
como solemos decir por aquí.
Cantad alegres a Dios, habitantes de toda la tierra. (Salmo 100:1)
Si seguimos la lectura de este salmo, que ha quedado
esbozado en su primer versículo, nos daremos cuenta que es un llamado de Dios a
toda la humanidad para que le cante, le sirva, venga ante Él, lo reconozca como
Señor y Creador, le dé gracias, le dé alabanza, y bendiga Su nombre. Además, esto
no se puede hacer de cualquier forma sino con regocijo, con alegría que brota
de corazones agradecidos. Resumiendo, Dios el Padre hace un llamado a todos los
hombres a adorarlo totalmente. La razón para la entrega total de la humanidad a
Dios Padre es triple: Su bondad incomparable que nos recibe tal y como somos, Su
misericordia eterna que perdona todos nuestros pecados, y Su verdad inmutable
que nos hace transitar el camino correcto. Sin esos tres elementos la hermandad se escurre entre los dedos de las mejores intenciones humanas.
Jesucristo vino a proclamar que el Padre estaba cercano a
aquellos que le buscan de corazón. Por medio de la cruz construyó la vía para
unirnos con Su Padre y así poder cantar todos juntos el glorioso himno que
presenta este salmo: ¡Pueblo suyo somos, y ovejas de Su prado! Sólo ahí
hallaremos la verdadera hermandad, cuando todos seamos hijos de un mismo Padre,
el Dios del cielo y de la tierra. Un día no muy lejano Jesucristo reinará, y
nuestra hermandad será real para todos aquellos que hayamos puesto la fe en
Jesús, porque tenemos un mismo Padre. Recuerda: Todo te fallará en la vida, el
Padre nunca te fallará.
El Padre te espera.
¡QUE DIOS TE BENDIGA!
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